La presidenta de la Academia Mexicana de Artes y Ciencias Cinematográficas, Blanca Guerra, lo dijo fuerte y bien, citando a Rafael Pérez Gay: “El que olvida, lo pierde todo”. Si bien la frase aludía al tema de la 57 ceremonia de entrega del Ariel, que estuvo encaminada a crear conciencia acerca de la necesidad de preservar la historia de la cinematografía nacional, bien puede aplicarse al mismo espectáculo en el que se entregó el reconocimiento a lo mejor del cine mexicano producido durante 2014.

 

columna ariel

 

No hay que olvidar es que la entrega del Ariel, tan devaluada y menospreciada durante varios años, es no nada más la fiesta de la comunidad cinematográfica, sino un show que, como tal, tiene el propósito y obligación de entretener al público y servir de vitrina para dar a conocer el trabajo de quienes luchan amargamente, día con día, por hacer un cine de manufactura nacional de calidad.

 

La problemática del cine mexicano, que según cifras dadas a conocer por Guerra tuvo una producción histórica el año pasado con 130 trabajos, es demasiado compleja como para exponerla en este espacio. Es un tema que atañe a productores, gobierno, financiamiento, estudios, distribuidores, artistas, exhibidores y público, pero el hecho de que se siga haciendo cine mexicano y que el público lo busque y pague un boleto para verlo, es algo significativo que augura un mejor futuro si se sigue trabajando en la dirección correcta, como lo han hecho Guerra y equipo bajo su administración.

 

Un ejemplo de lo anterior fue la ceremonia de entrega del Ariel, que aunque tuvo sus altibajos como show, generó una expectativa bastante decente –principalmente en redes sociales- y trató de recuperar un poco del brillo y glamour que ha perdido, aunque necesita de algunos ajustes.

 

Dentro de lo positivo, por primera vez en mucho tiempo la mayoría de los trabajos nominados a Mejor Película sí pudieron ser vistos por la gente, lejos de esas ceremonias en las que los filmes en competencia se habían visto sólo en ciclos especiales, muestras o fueron exhibidos en festivales fuera de nuestro país (El Misterio del Trinidad, Mezcal o El Premio, todos ganadores del premio, son claros ejemplos de ello).

 

La transmisión por televisión abierta (aunque diferida) el mismo día del evento y algunos detalles de la producción (la voz en off de Martín Hernández; el montaje In Memoriam, en el que la Academia tuvo el gran detalle de incluir a un gran periodista de cine y viejo amigo del medio, Víctor Bustos; el buen tiempo que se llevó la ceremonia –por debajo de las tres horas– y la presencia de importantes figuras del cine nacional), son detalles que se agradecen.

 

Pero también hubo detalles que merecen ser mejorados en futuras ediciones, comenzando por la desangelada, forzada y tediosa conducción de Regina Orozco y Enrique Arreola, quienes por momentos hacían ver la transmisión más como un programa de variedades de Televisa que como una gala en honor a lo mejor del cine. Ambos son talentosos, pero se veían fuera de lugar, tratando de ser simpáticos sin lograrlo. La idea de la escenografía era buena, pero la ejecución no lo fue. Y en la época de las redes sociales, o los eventos se transmiten en vivo o mejor no. Comenzar la transmisión por Canal Once después de que terminó la ceremonia, cuando todo mundo ya sabía los resultados, le quita interés.

 

Hace algunos años se enfrentaba la posibilidad de la desaparición de la AMACC. El esfuerzo de muchos la sacó de la crisis y se han dado pasos importantes para revitalizarla. Si la entrega del Ariel es un reflejo de la misma, todavía queda trabajo por realizar y nos incumbe a todos, pero hay señales positivas de que el camino tomado es el correcto.