Se cumplen 21 años del asesinato de Luis Donaldo Colosio. Este no es un artículo que hable de lo bien intencionado que era o de lo que sería de México si él no hubiese muerto. No se meten las manos al fuego por nadie y menos por un político mexicano. Colosio debe ser tomado cómo lo que fue: un priista que tomó todos los pasos necesarios durante el sexenio de Salinas de Gortari, para llegar a la antesala de la presidencia de México. A Colosio le sobrevive ese mito propagandístico que lo presenta como un hombre tan virtuoso, democrático y reformista, que el propio sistema lo tuvo que desechar por el bien del statu quo.

 

Ese 23 de marzo de 1994, México -aquel país que 15 meses antes había firmado el TLCAN, y al que le habían dicho que el Primer Mundo estaba a la vuelta de la esquina- recordó su legado revolucionario de sangre y fuego, en el que las diferencias políticas se dirimían con plomo y no con votos. Aunado al levantamiento zapatista del primer día del año, ambos acontecimientos dinamitaron el discurso oficial de modernidad y justicia social en tan sólo unos meses.

 

Con el magnicidio no sólo murió el candidato, también murió aquélla idea de necesaria renovación priista, que 17 días antes había expuesto con contundencia en el Monumento a la Revolución. Aquel 6 de marzo, Colosio habló fundamentalmente de cuatro cosas: la creciente pluralidad política, aciertos y errores del PRI, la economía, y de “transformar la política para cumplirle a los mexicanos.” Ese mensaje de autocrítica, hoy tan ausente, sigue vigente cómo hace 21 años.

 

Después de su muerte, el discurso de renovación partidista desapareció del mapa ideológico tricolor. Ya no se hablaba de “reformar el poder”, sino de un muy zedillista “bienestar para tu familia”. Por centrarse en frenar un debilitamiento político cada vez mayor, el PRI se enfocó en otros asuntos; la renovación partidista podía esperar. Conforme pasó el tiempo, esa idea de transformar al PRI se diluyó entre otros asesinatos de alto impacto, errores de diciembre, reformas políticas, la pérdida de mayorías parlamentarias y en la pérdida del poder ejecutivo. La muerte de Colosio cambió la conversación dentro del PRI. Ya no había tiempo para cambiar, sólo para intentar detener el hundimiento del barco.

 

Ya en la oposición, el discurso de cambio priista estilo Colosio tuvo papeles secundarios al interior del PRI; el partido enfocó sus verdaderos esfuerzos en regresar a la presidencia lo antes posible. De nuevo, la renovación partidista podía esperar. Después de 12 años, cuando el PRI despertó y regresó al poder, México ya era otro. Uno podría pensar que el ser gobierno, tras una pausa de más de una década, es el contexto perfecto para emprender, de una buena vez, un cambio de fondo. Sin embargo, hoy la política mexicana sigue esperando. El PRI no debe desaprovechar la oportunidad de cambiar ahora que gobierna el país; los intereses de la administración peñista deben alinearse a los del partido para que juntos se enfoquen en el futuro del priismo. La renovación tricolor ya no puede esperar más.

 

Es absurdo e injusto decir que todos los priistas se resisten al cambio de fondo. Varios perfiles que han crecido en la alternancia saben que el PRI de los mil años es sólo una añoranza de algunos románticos tricolores, y que lo que verdaderamente les dará el triunfo es asumir que esa idea murió hace años; que no tienen derecho a nada que la gente no les confiera. La decepción de los mexicanos frente a la clase política obliga al PRI a repensarse a futuro, de manera contundente y sin tentaciones autoritarias -esos fantasmas que rondan constantemente la incipiente democracia mexicana-. Las nuevas generaciones de priistas deben cortar todo lazo cuestionable con el pasado para poder defender su futuro.

 

Si al presidente Peña realmente le interesa la imagen y preponderancia de su partido en el mediano y largo plazo, debería empezar por depurarlo de cuadros opacos, sectores caciquiles, nexos dudosos y manejos cuestionables. Iniciar un esfuerzo auténtico por mejorar al partido aportaría credibilidad al Presidente, a su partido, y en alguna proporción, a la clase política en general. Siendo objetivos, el PRI es la organización política con mayor influencia en nuestro país, y no exagero al decir que reformar al PRI para bien es, en cierta medida, reformar a México para bien. La mejor manera de honrar el mito de Colosio es que los propios priistas reactiven ese proceso de renovación que una bala les arrebató.