Lo que alguna vez fue un sueño alcanzado, ha terminado por contemplarse con indiferencia como mero estorbo.

 

1998 nos trajo una noticia deportiva tan esperada como inimaginable: que el futbol mexicano saldría de su aislamiento a nivel de clubes al participar en la Copa Libertadores.

 

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Si en 1993 se logró jugar por primera vez la Copa América, gran vitrina que incrementaría el nivel de la selección tricolor, ahora eran los equipos nacionales los beneficiados: el roce internacional, exposición a públicos hostiles, aprender a disputar dos torneos simultáneamente, formular planteles más amplios, debutar y consolidar a jóvenes, recibir en nuestras canchas a los gigantes argentinos y brasileños. Por fin nos integrábamos al concierto internacional del balón y nuestro futbol estaba convencido de que ya nada nos privaría de alcanzar alturas por tanto tiempo pospuestas.

 

La primera gran actuación demoró apenas un par de años: el América se clasificó a semifinales y quedó a unos instantes de eliminar al gran Boca. En una de las grandes jornadas del Estadio Azteca, Walter Samuel dio el agónico pase a la final a los xeneizes.

 

Se abría una etapa interesante en la que nos habituaríamos, así de pronto, al éxito mexicano en Libertadores. Apenas una campaña después, Cruz Azul se metió hasta la mismísima final tras una espléndida campaña que incluyó la eliminación del River Plate; en plena Bombonera de Boca, los cementeros llevaron el juego hasta sus últimas consecuencias y sólo cayeron en penales.

 

No es exagerado afirmar –aunque hubo notables excepciones– que esas dos participaciones lograron unificar a buena parte de la afición mexicana: no eran América o la Máquina quienes actuaban, sino nuestro futbol.

 

Vino una racha de seis años en los que todo representante nacional logró meterse por lo menos a los octavos de final: habíamos aprendido a jugar dos veces a la semana y los sinodales sudamericanos nos respetaban, los beneficios ya eran evidentes.

 

América accedería a otras dos semifinales, Chivas lo haría dos veces y otra más se metería a la final (2010, cayó con Inter de Porto Alegre), en un innegable síntoma de crecimiento, madurez, oficio, confianza, competitividad, salto de calidad. Goleadas a Boca, a Flamengo en Maracaná, victorias sobre Santos y Rosario Central: todo equipo de América era derrotable, todo reto era asumible.

 

El cuento de hadas terminó repentinamente y murió de nada. Desde aquella final perdida por el Rebaño, sólo se ha llegado un par de veces a cuartos de final (Jaguares en 2011 y Tijuana en 2013). Todo lo demás, ha sido un fiasco. Recurrentes caídas en fase de grupos o incluso en la etapa de reclasificación (como ahora el Morelia), condición de local que no se ha hecho pesar, eliminaciones contra rivales que se consideraban menores como los paraguayos, peruanos, bolivianos, ecuatorianos.

 

Más allá de eso, ha sucedido algo parecido a lo que vemos cada diciembre en el Mundial de Clubes: que la liga mexicana no es representada por sus exponentes más poderosos, con el añadido de que no pocos directores técnicos han rechazado la oportunidad continental para enfocarse en el torneo local.

 

Este martes, el Atlas abrió con una derrota en casa a manos del Independiente de Santa Fe colombiano, marcador que deja muy comprometida la continuidad de los rojinegros desde el arranque mismo.

 

Así, la esperanza mexicana parece limitarse a lo que hagan los Tigres, quienes desdeñaron este torneo en su anterior participación. Su debut fue ante el Juan Aurich peruano. Todo lo que no haya sido una victoria felina reforzará lo ya expresado: que nuestro futbol pasó muy rápido de la euforia a la apatía libertadora.

 

Es urgente recordar cuánto nos ilusionó en 1998 poder jugar Copa Libertadores. Es urgente dejar de verla como rutina y devolverle su sentido de puerta la gloria.

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