Los mexicanos hemos vivido una de las semanas más trascendentes en los últimos años. Estamos confrontando realidades que ciertamente no funcionan, con métodos que tampoco funcionan.

 

Después de tener durante décadas un monolito petrolero que sólo sirvió para la corrupción y la falta de productividad, el país decidió realizar una reforma cuya profundidad superó expectativas. Digo que “el país decidió” con cierta ironía, porque la forma en que se aprobó resume la situación de la democracia mexicana: nada que “el país” haga es reconocido como tal sino como una facción del país.

 

Para un grupo político, la situación de Pemex no era discutible. De todo se han valido: barricadas, toma de tribuna, cerco al Congreso, etcétera. Este año añadieron la sazón de un diputado desnudo en la tribuna. Para los otros había prisa: los planetas estaban tan alineados, que hasta a Andrés Manuel López Obrador le dio un infarto.

 

La aprobación de las reformas constitucionales en los congresos locales sigue siendo mero trámite. Ninguna ha sido detenida en ellos durante 96 años, pero esta vez llegamos a la desfachatez de juntar la mitad de los congresos en un fin de semana. Cuestión de sellos y rúbricas, no de razones.

 

Lee la columna completa, Bajaaan…, en nuestra edición de mañana.