Los seres humanos nos dejamos hipnotizar por los ciclos; creemos que fuera de ellos no podemos vivir. La repetición es nuestro seguro de vida. Quizá el solipsista piense lo contrario. El efecto Aniversario delata a nuestra vida mecánica: al pasar los 365 días obligamos a que los demás nos volteen a ver, a que nos envíen un tuit o que facebook se encargue de ridiculizar más la materia ridiculizable. Como la excepción es el recurso de la innovación, dentro de la regla, los 100 primeros años que hoy cumple el joven Albert Camus pone a su tribu literaria de cabeza. Y sí, vale la pena desempolvar el concepto, hoy oxímoron, del “escritor comprometido”. Camus utilizó el lenguaje tan esteticista como lúdico para proteger a sus ideas de las ideologías.

“Si las aguas vivas estaban en otro lugar, ¿por qué seguir aquí?”, se preguntó Albert Camus desde Orán, capital de su obra La peste. Argelia y Francia estaban aisladas entre sí. La región africana pero francesa pero colaboracionista, aliviada por los estadounidenses; Francia, bajo el control de Vichy, eclipsada por la cruz gamada. En Argelia, Camus imposibilitado de viajar a Francia para encontrarse con su esposa, Francine Faure. En sus manos, la escritura de La Peste. Por si fuera poco, Camus se encontraba invadido por el mal humor, o si se prefiere, atacado por el mal de la espesa introspección. Las críticas a El extranjero le molestaban: “Imbéciles que creen que la negación es un abandono cuando lo que representa es una elección (…) Tres años para hacer un libro, cinco líneas para ridiculizarlo, y las citas falsas”*, escribió furibundo. Camus sostenía batallas reflexivas. Así sucedió con La peste.

 

Al prepararla, Camus se refugió en Moby Dick. Buscaba símbolos que le ayudaran a conducir a sus sentimientos. Así lo hizo constar en su diario: “Los sentimientos, las imágenes multiplican la filosofía por diez”.

 

El número de ratas muertas crecía de manera algorítmica por las calles de Orán. ¿Qué sucede cuando la muerte de entes despreciables cerca al animal racional? La figura de la metáfora literaria empequeñeció junto a las enormes letras de Camus. Su aliento daba para más. Camus preparaba la segunda versión de La peste; tenía previsto incluir un capítulo sobre la enfermedad. Los habitantes de Orán en cuarentena “comprobaban una vez más que el daño físico no les venía nunca solo, sino que se acompañaba siempre de sufrimientos morales (familias, amores frustrados) que le daban su profundidad (…)”. Anotó también: “Moraleja de la peste: no ha servido para nada ni para nadie”.

 

Cien años después la peste continúa. El número de compromisos empequeñece junto al número de ratas que cercan al ser humano: el “académico” que pisotea a sus alumnos y a su equipo de trabajo; los alumnos brillantes que al incorporarse a la industria de la retórica estúpida se convierten en ratas con esperanza de vida  perpetua; la corrupción empaquetada al vacío, lista para calentarse en el horno micoondas; los rehenes del espectáculo deprimente; los agresores ataviados con piel de cordero; los esclavos que gozan de la democracia; los cantamañanas apocalípticos; los artesanos de la mentira; los periódicos-espejo-narcisistas… la peste va. En efecto. La moraleja es clara: “no ha servido para nada ni para nadie”.

 

El extranjero y La peste son dos caras de una misma moneda. En voz del propio Camus, “El extranjero describe la desnudez del hombre frente al absurdo. La peste, la equivalencia profunda de los puntos de vista individuales frente al abismo absurdo”. Notable frontera de pensamiento del joven que hoy cumple 100 años.

 

¿Quién es el extranjero? El que sale de los ciclos de vida y el que huye permanentemente de la peste del día, del segundo, del momento. El extranjero es quien no es para los otros. En su camino no hay ratas con la panza hacia arriba.

 

¿Compromiso? ¿Escritores comprometidos? Quizá sean los académicos los últimos en cerrar el cordón sanitario. La peste avanza y nosotros seguimos tuiteando; felices.

 

Felices 100.