En las últimas dos semanas del mes que ya casi termina hubo diversos ejercicios en varias regiones del país, en uno de cuyos ejes de discusión más importantes se implica el rol que juega la comunicación como articulador del desarrollo social y el crecimiento económico basado en ciencia, tecnología e innovación (CTI).

 

Así, mientras en Yucatán tuvo lugar el primer seminario de periodismo de ciencia, organizado por el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt); en Sinaloa se llevó a cabo la Feria Expogenios, a cargo de Centro de Innovación y Educación de Los Mochis (CEIM), y en el Distrito Federal tres eventos: un taller latinoamericano para el intercambio de experiencias entre organismos asesores y consultivos en CTI, a convocatoria del Foro Consultivo Científico y Tecnológico, AC (FCCyT), un seminario de periodismo de ciencia, ayer, y mañana habrá una mesa redonda sobre el futuro de la divulgación científica. Estos dos últimos eventos, a cargo de la Dirección General de Divulgación Científica de la UNAM.

 

La cuestión que fondea en todos estos ejercicios tiene mucho que ver con la responsabilidad que tenemos tanto la sociedad como las comunidades de CTI (academia y empresa), los llamados policy makers (políticos, funcionarios, legisladores, gobiernos, Estado, etc.) y los comunicadores (periodistas, divulgadores, medios masivos, líderes de opinión, etc.) para que identifiquemos en el conocimiento científico-tecnológico y la innovación una fuente muy útil para hacer frente a los grandes problemas nacionales y de la vida cotidiana.

 

En México, como en el resto de América Latina, los procesos de políticas públicas, de Estado y de gobierno se diseñan tradicional y prácticamente sin tomar en cuenta la opinión experta de los generadores de nuevos conocimientos científicos y tecnológicos. Se establecen estrategias sin antes estudiar y definir en qué áreas se tienen las mejores oportunidades de competencia y se reproduce, obviamente, un círculo esquizoide en el que los tomadores de decisión no consultan a los organismos asesores, a pesar de los esfuerzos que éstos hacen por dar voz y representación a las comunidades de CTI, academias y empresas, que son las únicas capaces de transformar el conocimiento en nuevos o mejorados productos o servicios que, la mayoría de ellos, podrían no sólo satisfacer las necesidades básicas de la población, sino que incluso resolverían graves problemas nacionales en salud, medio ambiente (prevención y mitigación de catástrofes, cambio climático, etc.) y sociales (educación, violencia, equidad de género, migración).

 

El necesario y urgente proceso de alfabetización científica apenas ha comenzado a estructurarse en América Latina y el Caribe. Dentro de la región hay países como Chile o Brasil que han acumulado ya una vasta experiencia y han identificado la importancia de la difusión del conocimiento científico, tanto en la educación que se da en la escuela con la que se recibe en el hogar y a través de los medios masivos de comunicación e información.

 

En contraparte, en México el analfabetismo científico permea en todas las áreas y ámbitos. Todavía resuena la última encuesta nacional sobre percepción pública de la ciencia elaborada por el Conacyt y el INEGI, algunos de cuyos resultados aún nos inquietan como, por citar los más terribles: que se confía más en la fe religiosa y en las pseudociencias que en el conocimiento derivado de la ciencia (70%) y que los científicos son percibidos como “peligrosos” (48%).

 

Una de las preguntas todavía sin respuesta es ¿por qué la ciencia no vende ni tiene raiting en los medios de comunicación y entre la sociedad? De la mano de esta pregunta van otras que permanecen sin respuesta en el imaginario social: ¿En quién recae la responsabilidad de mejorar la percepción social de la ciencia; es acaso un asunto de toda la sociedad, entendida como un ecosistema de ofertas y demandas?