Todo proyecto que promedie más de un líder cada dos años puede catalogarse como un fracaso. Dimensionemos entonces la inestabilidad de la era Jorge Vergara en el Club Deportivo Guadalajara: 18 cambios de director técnico en apenas once años.

 

Quizá el propietario de Chivas debería ya haber notado que hay problemas estructurales mucho más complejos al margen de la elección del hombre que se sienta en el banquillo y entrena al plantel. Y lo debe haber notado, porque por mucho que alterna y rota estratega, los resultados simplemente no mejoran.

 

Así como el conjunto rojiblanco se fortaleció y popularizó gracias a su original filosofía, hoy es víctima de esta misma. Pocos clubes en el mundo tienen el valor de componerse exclusivamente de elementos nacionales; acaso Athletic de Bilbao que opera así y Piacenza italiano que solía hacerlo. En todo caso se trata de escuadras, como Chivas, que pudieron competir mejor en épocas menos globalizadas del deporte y hoy deben conformarse con otros objetivos (el Athletic considera éxito calificar a Champions; el Piacenza, tras vivir descendido y endeudado, ya ha desaparecido).

 

Athletic y Chivas alcanzaron la cima de sus respectivos futboles con base en una fórmula casera. Gran trabajo en fuerzas básicas, un plantel con tintes de orgullosa familia y bloques muy compactos en términos futbolísticos. Años en que los torneos no estaban saturados de foráneos, había nulo interés de los jugadores de cantera en cambiar de equipo (o de país) y podía armarse un once que supusiera mayor respeto.

 

En defensa de Vergara, basta decir que antes de su llegada la situación no era mucho mejor. En una liga tan pareja como la mexicana en la que casi cualquiera puede ser campeón, una de las tristes excepciones ha sido el Rebaño, resignado a ver por televisión las finales. Desde que pasó el imponente Campeonísimo, Chivas no se coronó en los setenta y lo hizo una sola vez en cada una de las siguientes tres décadas (1987, 1997 y 2006).

 

En contra de Vergara, esta su propia verborrea. Asegurar desde antes de adquirir la entidad que la llevaría a cielos insospechados; reiterar cada fin de curso que al siguiente certamen todo cambiará radicalmente; prometer refuerzos y no cumplirlos; priorizar la mercadotécnica por encima de lo deportivo; aferrarse jóvenes y hacerlos debutar huérfanos de apoyo, enviados al matadero, quemados en un equipo que poco tiene para arroparlos.

 

Esto se agrava al vender a los mayores talentos tan prematuramente. Marco Fabián es quien ahora se va, aunque a diferencia de Carlos Salcido o Javier Hernández, ya no tiene a qué quedarse. Su creatividad se estancó, víctima de su actitud y de su inmadura respuesta a la celebridad. Lo mejor para él es emprender otro camino y buscar a los 24 años reencontrarse con su juego (lo cual difícilmente pasará en el Golfo Pérsico).

 

Juan Carlos Ortega ha sido presentado como la nueva solución para devolver lo sagrado al rebaño. Difícil creer que así será. La solución pasa por cambios más arriba. Cambios que, por lo visto, no llegarán. Si se pretende seguir con puros mexicanos –e inaceptable sería modificar eso– entonces no hay más que comprar a los mejores mexicanos. No sólo prometerlos.

 

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