Mi cantina favorita no es la más famosa, ni la de tendencia, ni en la que sirven la coctelería de moda. Los habituales visitantes son los mismos desde hace varios años, y quienes gozan de un lugar en la barra es porque han sabido ganarse ese sitio al paso del tiempo, como ocurre en cualquier cantina que se precie de ser tal. Son gente del rumbo, muchos de ellos dedicados al comercio, o empleados en dependencias públicas y empresas del Centro Histórico.

 

Las cantinas del Centro tienen una pátina fascinante, no siempre glamorosa, como sucede con los bares de muchos centros históricos. Son sitios donde se percibe el carácter y la identidad de una zona, si en verdad guardan ese sentido de pertenencia. Al cruzar sus puertas se abren nuevas sensaciones: un mundo alterno, casi críptico, con un privilegio de secrecía (esa palabra tan políticamente mexicana) compartido entre cantineros, meseros y leales clientes. Hay anécdotas, conversaciones, situaciones que jamás trascenderán más allá del umbral cantinesco, a menos desde luego que se rompa ese pacto implícito de pertenencia. Hace años, por ejemplo, ‘nuestro’ cantinero principal cometió la ‘traición’ de cambiarse a la barra de El Campeón, hecho que le valió toda clase de descréditos, al igual que a los bebedores que lo siguieron.

 

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Los saludos habituales, alguna broma sobre el clima, el futbol, la política; la mirada directa y complaciente con el cantinero o el mesero que confirma que vamos por “lo de siempre”. Es como estar en casa, o mejor aún, porque en tu casa no te suelen recibir con un trago. Y si el mesero es nuevo y se le ocurre presentar la carta o preguntar “¿qué le servimos?”, sólo basta decir “Fulanito ya sabe”, aunque para entonces Fulanito ya está tomando el control: el vaso copeteado de hielo, el chorro brillante de ron blanco, coca cola y tehuacán en sus presentaciones cantineras, listos para una refrescante campechana. Y así, al trote, llegan también las botanas del mediodía, que son precisamente eso, botanas, no comidas corridas, ni menús ejecutivos, como muchos esperan. Para eso están los restaurantes, o la opción de pedir la carta. Un mucho del encanto de las cantinas se perdió cuando algunos decidieron convertirlos en comedores.

 

 

Hace algunos años cometí la imprudencia de comentar mi gusto por las cantinas con algún grupo del trabajo, a partir de lo cual surgió la petición de que fungiera como “guía” en algunos de los establecimientos que considerara más representativos. A partir de eso entendí que la atmósfera de estos sitios sólo se disfruta sin la presión del tiempo, dejando correr la tarde en una charla, un romance, el ensimismamiento mismo; no como visita turística. Afortunadamente el interés se desvaneció muy pronto, a lo mejor bajo la premisa de que si visitaste una cantina ya visitaste todas, y el misterio quedó resuelto. Desde hace algún tiempo se han popularizado los tours y las visitas guiadas a bares y cantinas. Me parece excelente manera de satisfacer las curiosidades y brindar un ingreso extra a los establecimientos. Afortunadamente algunas de las cantinas más auténticas están fuera de los circuitos turísticos.

 

La cantina brinda un sentido de pertenencia, pero también de distanciamiento e individualidad: nadie se mete con nadie. El borracho inoportuno casi siempre es aplacado en implícito consenso, partiendo de la base de que la cantina no es el sitio para emborracharse, en todo caso.

 

 

 

 

Siempre hay la capacidad de interactuar, sin que eso rompa la independencia en una mesa, en una conversación, mucho menos del romance, ya que la susodicha no ha titubeado ante la invitación de “vamos a una cantina”. Mujeres así se valoran, se enaltecen y se les dedica un bolero a la manera de “Piensa en mí”, aunque el que pague es el de la mesa de a lado.

 

En los viajes, en el trabajo, uno siempre empieza buscando la cantina que se vuelva una referencia. No sólo pasa en las películas que el bar del pueblo termina volviéndose el centro de operaciones de los periodistas durante las coberturas.

 

De mi etapa en El Financiero no se me olvidan los tragos en El fogonazo, una cantina sin muchas pretensiones, pero muy bien montada, que me recomendó el buen Manuel Gutiérrez Oropeza, maestro en esos temas y otros más de la vida bohemia. De la época en periódicos de la zona Centro: El Mirador, Salón Palacio y el Bar Chapultepec, antes de sus buffets y sus promociones. De mi ciclo en el periódico Reforma…no, pues me iba a las cantinas del Centro. Las de siempre: La India (donde el cubano Juan Antonio Mella tomara su última copa), La Mascota, La Vaquita…y otras de infame y fascinante condición.

 

 

El bolero, la señora de los billetes de lotería, el galán que siempre llega con una amiga diferente, el licenciado, los tríos musicales, el vendedor de juguetes, son partes del imaginario colectivo cantinesco. Algunas cantinas tradicionales, muy pocas, han conservado su esencia, haciendo de su anacronismo su mayor mérito. Muchas se han perdido, se han transformado, pensando en nuevos segmentos de consumidores. Mitos, historias, leyendas, personajes bordean sus crónicas, muchas de ellas apenas esbozadas en papel, porque todo lo que podría escribirse sobre ellas es inagotable.