La historia de los festivales musicales en México es compleja, tanto como la expansión de la música alternativa en nuestro país.

 

Por décadas, el tratamiento al rock en medios masivos ha sido de temor y rechazo. Conciencias conservadoras ven a ese género musical como transgresor y peligroso. Puede que tengan razón: a diferencia de la música pop, que es barata y desechable, el rock pone en jaque al status quo y critica los errores de poderosos y -sí- los poderes fácticos.

 

Así, el rock fue perseguido con Díaz Ordaz, escondido con Echeverría, suplantado con López Portillo, usado como válvula de escape con De la Madrid, plastificado con Salinas, frivolizado con Zedillo y perseguido por el panismo.

 

Porque, si bien hubo un incremento notable en grupos y propuestas musicales roqueras, nunca la radio de dicho formato sufrió más que con Fox y Calderón.

 

Sin embargo, de mediados del 95 a la actualidad, la cantidad de conciertos y festivales de rock se incrementaron de forma exponencial en México. Al perder el PRI el control mediático y con una oposición creciente, la música se volvió, también, el reflejo de una sociedad que no quería más a un Raúl Velasco que dictara sobre el éxito y el fracaso de una idea sólo con salir en Siempre en Domingo.

 

El rock se volvió el otro mainstream.

 

Se construyeron foros, se habilitaron recintos, se convocó a talento internacional a venir al país. Si bien era algo que desde el sexenio de Carlos Salinas se incubó, tras del error de diciembre, fue imparable.

 

Para 1997, esa necesidad de convocar a miles de personas a demostrar su afición por otro tipo de ritmos, más allá de Fey y Gloria Trevi, se consolidó en Vive Latino.

 

Respuesta a los magnos festivales ingleses y norteamericanos, Vive Latino fue el espejo de lo que se hacía en cuanto a propuesta musical en Hispanoamérica. Desde entonces y en todas sus ediciones -incluida aquella pérdida en Sudamérica- el “vive” ha intentado evolucionar a la par de los músicos que ahí son convocados. Algunos de forma sorprendente.

 

Apenas el fin de semana pasado se llevó a cabo la edición de este 2013. La apuesta se incrementó de forma notable. El Vive Latino ya no era el lugar donde, seguramente, se convocaría a Tacvba o a Zoé. El Vive debía crecer. Y el crecer duele.

 

Para esta edición, se apostó por cabezas de festival de talla internacional. Figuras que podrían convocar a multitudes en México y el mundo. El problema de estas figuras es que son veleidosas e impredecibles.

 

Morrissey sería el acto principal del jueves. Con una salud frágil y un temperamento incontrolado, canceló 48 horas antes. Perdió el público por partida doble: la posibilidad de verlo y el cargo por servicio de boleto.

 

En cambio, la ganancia fue para los Ángeles Azules. El grupo de Iztapalapa reunió a tanta gente el sábado que opacó a Fobia y demostró que el festival creció para todo tipo de géneros mientras sean de calidad y no una repetición eterna de manías y mercadotecnia como Fey y Gloria Trevi.

 

El Vive es un reflejo de las calles y del verdadero clamor de la juventud del país. Pocos se pelean. Los más se divierten, cantan y entienden los mensajes de reconciliación y disgusto que debe convertirse en propuesta. Las bandas se exponen y el GDF gana carretadas tanto en impuestos como en “permisos especiales” a taxistas abusivos.

 

Tal vez, lo más importante sea entender al rock no como un género insalvable, sino tal vez como el mejor medio para reflejar el camino menos transitado de cambio.

 

A ver que trae para 2014.