Mientras encontramos más y más productos gourmet en tiendas especializadas, como consumidores es muy importante conocer lo que realmente estamos comprando y, sobre todo, leer las etiquetas. Muchas veces, si no conocemos bien los productos, podríamos estar pensando que compramos algo muy exquisito, pero en realidad acabar pagando más de lo que verdaderamente vale. La trufa es uno de esos ingredientes que vemos más y más en los restaurantes, agregándole glamour y precio al platillo en sus distintas presentaciones, pero no siempre lo que brilla es oro. De entrada, no es lo mismo comprar una fresca que utilizar su aceite.

 

Recuerdo la primera vez que la vi en un menú en la ciudad de Parma, en Italia.  Casi me fui de boca por su precio: un plato de pasta con queso, mantequilla y unas onzas de trufa blanca fresca ¡costaba más de 40 euros! En ese momento se me hizo ¡ridículo! Tras la insistencia de un amigo chef, sucumbí a la tentación de probar tan refinado platillo. Lo que me explicaban es que su precio es resultado de que únicamente se pueden encontrar en cortas temporadas, es un ingrediente altamente perecedero y su disponibilidad es limitada. Además, para encontrarlas, normalmente hay que recurrir a la ayuda de olfatos privilegiados, como el de los cerdos o perros, ya que normalmente pueden estar hasta un metro bajo tierra y en zonas boscosas. Adicionalmente, a pesar de que actualmente ya se están “sembrando” trufas comercialmente en bosques, es un producto que toma mucho tiempo en desarrollarse y que normalmente se encuentra sólo en el otoño o invierno. Por lo mismo, su precio es resultado directo de la escasez y de su dificultad para obtenerlo. En el momento en que me llegaron los primeros aromas mientras la rebanaban frente a mis ojos en finas y delgadas lajas, me di cuenta de que nunca había probado un platillo como este. El aroma era único e indescriptible: una combinación de hongo, bosque, pero sobre todo lo que sobresalía era su intensa fragancia. Todavía sueño con esos aromas tan profundos y perfumados.

 

La trufa blanca D’Alba, de la región de Piamonte, es la más cotizada, aunque también se encuentra en otras regiones de Italia y Croacia. Adicionalmente las hay negras y café obscuro. Existen más de 70 variedades distintas, de las cuales 32 se encuentran en Europa en Francia, España, Italia, Eslovenia, Croacia y Serbia originalmente. La negra más famosa es la Perigord, que madura después de las primeras heladas. Sin embargo, como en todo, hay distintas calidades que normalmente se ven reflejadas en su precio. Actualmente en los Estados Unidos, así como en Australia, hay pequeñas producciones inoculadas por la mano del hombre las cuales también manejan precios más modestos. Sin embargo, es importante notar que la trufa, es un perecedero y que día con día va perdiendo su aroma. Por lo mismo, siempre hay que guardarla en un frasco bien cerrado con un poco de arroz, para así conservar su aroma el mayor tiempo posible. Normalmente, en el caso de las europeas, el gas comienza a disiparse después de los 4 días. Por ende, cuando vayamos a pedirla en Estados Unidos o México, recomiendo preguntar: ¿cuándo fue obtenida y cómo fue transportada? Ya que con cada día que pasa, tiene menos sabor.

 

No hay nada como comer una trufa en óptimo estado y, por lo mismo, cuando se va a preparar, hay que tratarla con respeto. Auguste Escoffier, al referirse a este delicado ingrediente, nos dice que “cuando se sirvan, deberían prepararse simplemente, ya que no requieren ningún proceso que mejore su sabor para hacerlas perfectas”. En lo personal se me hace un crimen añadirla a preparaciones complejas que no dejarán degustar su sabor. Desconfío cuando la trufa viene acompañada de miles de ingredientes, ya que parecería que su adición es más por clavarte el diente, que por disfrutar su sabor. Además, ojo, si el platillo viene acompañado de aceite de trufa y trufa fresca, lo más probable es que ya pasó su momento óptimo y que ésta, ya no tiene mucho sabor.

 

También podemos encontrar este delicioso ingrediente en pequeños frascos conservados en aceite o salmuera. Sin embargo, es importante notar que ya en este estado no tiene la intensidad de aroma y sabor que tendría una trufa fresca. Además, recomiendo revisar que el producto dentro del frasco sea de la variedad de trufa conocida como tuber melanosporum que es la típica trufa de invierno. Ya que existen trufas chinas, (tuber indicum y tuber himalayensis), a las cuales muchas veces se les agrega jugo de melanosporum, para darle un olor más intenso y así engañarnos. Si tiene alguna variedad China, sin duda el precio debería ser menor que la Europea.

 

Lo que si definitivamente casi nunca contiene trufa es el aceite de trufa. Por lo mismo, siempre hay que leer la etiqueta. Hace tiempo, los chefs ponían pequeños trozos de trufa en un aceite de oliva de alta calidad para conservarla un par de días más. Sin embargo, desafortunadamente casi todos los aceites de trufa, son un producto sintético que contiene tioéter (un tipo de sulfuro) que replica uno de los aromas normalmente encontrado en trufas, combinado con una base de aceite de oliva o aceite de pepitas de uva. Por eso, pagar un precio carísimo por este aceite sin que contenga trufa, es un robo. Sin embargo, como todo, es cuestión de gusto. No voy a negarme a comer unas papas fritas con aceite de trufa o prepararme unos huevos estrellados acompañados de unas gotitas de este aceite. El aceite de trufa es un gran sazonador que puede agregarle un golpe de sabor a cualquier preparación. Pero ojo, nunca pienses que estás comiendo trufa cuando leas que el platillo que comerás está preparado con aceite de trufa. Ahora si, no se trata de dar gato por liebre, sino de saber lo que pedimos y pagar el precio justo.

 

Espero que tengas un maravilloso viernes y recuerda ¡hay que buscar el sabor de la vida!