Este primero de diciembre se consumó la segunda alternancia vivida por la incipiente democracia mexicana, cuyo régimen plural probó su eficacia apenas en 1997. Ese año, marcado todavía por la estruendosa crisis financiera desatada por el llamado “error de diciembre”, con la cual México inauguraría la primera serie de crisis de la globalización, el PRI perdió la mayoría en la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión y, tal vez lo más emblemático, la primera elección constitucional por el gobierno de la Ciudad de México a manos de la izquierda organizada en el PRD y encabezada por Cuauhtémoc Cárdenas, el principal protagonista del cisma priista de1988 que le impondría a la reforma política un ritmo acelerado, hecho más intenso después de la rebelión neozapatista del año nuevo de 1994.

 

Tal aglomeración de acontecimientos traumáticos en menos de dos años, debería permitir hablar sin ambages de una transición consumada, cuya eficacia se habría confirmado en el año 2000, con la llegada de Vicente Fox a la Presidencia de la República. Doce años después, el regreso del PRI al Poder Ejecutivo de la Unión no haría sino refrendar aquellos cambios, para incluso poder hablar de una democracia consolidada.

 

Sin embargo, esta visión cronológica de las mudanzas políticas puede llevar a equívocos sobre el estado que guarda nuestra evolución política, así como sobre la agenda que hay que desplegar para darle gobernanza al Estado y a la sociedad, para abrir la puerta a expectativas de cooperación y desarrollo como lo reclama la convulsa coyuntura impuesta por una crisis cuyos alcances globales y potencialidades destructivas siguen dominando el horizonte de la economía y la política mundiales.

 

Una visión evolucionista como la referida, podría llevar a soslayar el hecho de que en dos de las cuatro elecciones presidenciales de la alternancia, sus resultados han sido duramente cuestionados y no por una minoría sino por la segunda fuerza política y electoral del país en cada momento. El que este cuestionamiento no haya llegado a una crisis constitucional propiamente dicha, no debería implicar que luego del conflicto el país pudo retornar, sin mayores trámites, a lo que algunos han llamado la normalidad democrática.

 

Una democracia normal, por otra parte, supone un sistema político con capacidad de tomar decisiones y allegarle al gobierno los recursos de todo tipo que son necesarios para materializar dichas decisiones. No ha sido este el caso de la democracia mexicana. Sin poder constituir mecanismos sólidos para construir jerarquías y poderes republicanos, el Estado tampoco ha podido definir los esquemas y procesos necesarios para configurar o reconfigurar la división del trabajo sectorial, regional y nacionalmente; tampoco ha sido posible llegar a convenios durables y eficaces en la decisiva materia de la asignación de los recursos públicos a lo largo del tiempo y del territorio.

 

En la actividad privada, el descansar casi de manera absoluta en el mercado para resolver esta cuestión fundamental para la coordinación económica y social, ha traído como consecuencia una mayor concentración del poder económico, un notorio desperdicio de recursos y habilidades y la reproducción ampliada de la heterogeneidad estructural que está debajo y marca el ritmo de la distribución de la riqueza y el ingreso. El resultado está a la vista: una precoz colonización de los espacios institucionales que son propios de la deliberación democrática y su toma de decisiones por los poderes de hecho y, en la base de la sociedad, una desigualdad que poco se conmueve ante el ciclo económico o el reclamo comunitario y se combina férreamente con cuotas de pobreza de masas que no guardan relación alguna con el tamaño de la economía y la riqueza concentrada.

 

Los partidos políticos hicieron la transición, pero el control de la misma siempre estuvo en manos del gobierno; con todo, esos partidos que ahora quieren protagonizar la segunda alternancia y buscan nuevos acuerdos nacionales, no pudieron cambiar el régimen político ni construir los cauces requeridos para pasar de la democracia como proceso para constituir y transmitir el poder, a la democracia como forma de gobierno, es decir, como forma específica y diferenciada de ejercer el poder. La debilidad de los órganos reguladores de la economía o la vida social en general, el debilitamiento del IFE, la súper concentración de poder decisorio en la Secretaria de Hacienda y el Banco de México, frente a la ínfima capacidad del Congreso para ejercer como contralor y contrapeso del Ejecutivo y de los llamados poderes fácticos, son botones expresivos de muestra de una institucionalidad desgarrada que no ha sido siquiera remendada por la Presidencia llamada democrática, ni por los órganos colegiados representativos del Estado, donde en efecto se condensa la pluralidad política alcanzada por la también muy diversificada sociedad mexicana en las últimas décadas.

 

De la observación de escenarios políticos como los insinuados, puede pasarse a la disección de la economía política mexicana y desde ahí poner también en cuestión dicha mirada evolucionista. Junto con el crecimiento económico que la OCDE calificara de mediocre, México ha experimentado una sucesión de cambios estructurales que no han derivado en el surgimiento de nuevas potencialidades que permitieran pensar en que tal mediocridad del crecimiento sea algo pasajero. Como una contingencia que la segunda alternancia, por el mero hecho de acaecer, pudiera superar. Cuando se habla de lento crecimiento o, como algunos preferimos decir, de un “estancamiento estabilizador”, se hace referencia, por un lado, a la trayectoria económica anterior, caracterizada por altos ritmos de expansión, encabezados por la industrialización. Por otro, y esto es lo más importante, al hecho de que el crecimiento de los últimos decenios no ha podido crear los empleos necesarios para dar cabida a una creciente población en edad de trabajar.

 

La pérdida de aquella trayectoria histórica recoge cambios profundos en la estructura productiva, el papel del Estado en la economía y en las relaciones del Estado nacional con el resto del mundo, en especial con Estados Unidos de América. También, de modo agudo y ominoso, nos habla de un drama demográfico al borde de volverse tragedia, por lo que ha significado en desperdicio de los recursos humanos, la quema cotidiana del “bono demográfico”, y del achatamiento y corrosión de las expectativas de amplias capas sociales, en todos los casos articuladas por una juventud urbana y más escolarizada que las generaciones anteriores, que no encuentra trabajo digno o protegido, ni un lugar promisorio en la educación media superior y superior a la que sólo llegan minorías.

 

La estabilidad política a que nos remite el relato de las alternancias, junto con la estabilidad financiera, monetaria y cambiaria que se nos ofrece como compensación por el cuasi estancamiento económico, ha supuesto un alto costo. El precio de cambiar esta ecuación no es ni será menor y el cambio de gobierno debería ser una oportunidad para calibrar costos y precios frente al valor de una perspectiva de construcción de nuevas coordenadas para la democracia y la economía política que la sostiene o debería hacerlo. Más que la cantaleta de las reformas que tanto necesitamos, lo que urge es abordar la cuestión de un nuevo curso para el desarrollo nacional. Su objetivo debe ser el de un Estado social, democrático de derechos. Su instrumento, el crecimiento sostenido y el empleo digno. Así se consolidaría con eficacia nuestra balbuceante democracia.