La experiencia de graves crisis nos ha enseñado que para afrontarlas es imperativo mantener las finanzas sanas y un severo control de los instrumentos macroeconómicos. Esta política brinda certidumbre a los mercados y aleja al país de los embates especulativos. El problema es que ello no favorece un mayor crecimiento. Y México necesita crecer para generar los empleos indispensables a fin de estimular el desarrollo y el bienestar.

 

El cambio de paradigma es una necesidad, no un lujo retórico. El simple voluntarismo de que el país sólo debe mudar su visión pesimista (segunda piel de los mexicanos) por una actitud proactiva no alcanza, en realidad, para asegurar una distribución equitativa del bienestar.

 

Las reformas de segunda generación están en el horizonte de México si se desea crecer. En especial, la fiscal y la energética son urgentes, porque cubren sectores estratégicos para asegurar el financiamiento del desarrollo y fortalecer la soberanía efectiva del país.

 

Las reformas no son un fin en sí mismo sino instrumentos para dar eficacia al Estado y mayor participación a una sociedad plural en el propósito convergente de combatir la desigualdad, el mayor problema de México.

 

Si el Estado reduce su base social pierde sentido y se convierte en una apología del poder, decía Hegel. Al Estado apologético sólo puede oponerse el fundamento de la participación ciudadana. Por eso, las reformas deben sostenerse en un pacto social que da sentido al cambio, identidad y al propósito del Estado.

 

Hay dos ámbitos de legitimidad del cambio: la necesidad de crear un piso social de equidad para los mexicanos y una verdadera revolución educativa de carácter integral y de largo alcance que deberá empezar, sin dilación, con una campaña intensa de alfabetización. Un país con millones de analfabetas, así sea la primera economía del mundo, es una expresión inaceptable de injusticia y una refutación del significado de la propia democracia.

 

La salud, la vivienda, la seguridad alimentaria son otras áreas sustantivas en las que el nuevo gobierno debe poner énfasis para hacer recobrar al país la confianza en su capacidad productiva, perdida en esa fábrica de agravios de la administración pública que produjo más pobres y amplió, aún más, la ominosa desigualdad.

 

La agenda de México, hay que decirlo, está bien diagnosticada por las instituciones. Lo que ha fallado ha sido la clase gobernante, que no ha mostrado sensibilidad social ni unidad de propósito para poner, por encima de intereses de coyuntura, el interés superior de la nación.

 

El país es distinto pero mantiene viejos problemas no resueltos. Es más fuerte ahora la estructura institucional pero no es mejor, aún, la clase política que actúa en ella. Se requiere una reforma del Estado que haga sentir no el peso de nuevas burocracias –por más equilibradas que sean– sino el de una ciudadanía de mayores capacidades, derechos socialmente exigibles y más claras responsabilidades.

 

Hasta el más sencillo ejercicio de auscultación ciudadana muestra, hoy en día, un claro deseo de cambio. Para los electores, doce años de ineficiencia han sido muchos. Pocas veces, como ahora, ha sido tan intensa esa expectativa de transformación y consolidación democrática hacia un crecimiento con equidad.

 

El momento electoral de México es propicio para avanzar en el cambio de paradigmas y, sobre todo, transformar al país en la dirección que reclama el desarrollo. Estos duros años de transición fallida deberán dar paso a una Novedad de la Patria, como decía Ramón López Velarde, que en la fidelidad a sí misma recobre su potencial y la digna imagen que ha perdido, entre la violencia de los últimos tiempos, ante la comunidad internacional.

 

* Actual director general de Grupo Promotor México 2030, S.A. de C.V. Ex gobernador del Estado de México, ex embajador de México en España,y ex director de Teléfonos de México, entre otros cargos.