El dicho popular establece que después de la tormenta, viene la calma. Estos días en el país parecerían la calma velada que antecede a la tormenta. El periodo tan criticado de veda electoral y el silencio que supone para los candidatos con aspiraciones a un cargo de elección popular se ha instalado entre nosotros.

 

Se escucha la propaganda del IFE, callan los partidos, los aspirantes y quienes librarán la batalla electoral esperan ansiosos el momento en el que saldrán a pedir el voto. Lo harán a través de la imagen, apoyándose en la estructura, movilizando simpatizantes y, cuestión no menor, a través de su discurso.

 

En la esfera de la política el discurso tiene una clara intención: convencer a otros para que tomen decisiones, para que se decidan a favor de cierto candidato o partido, para comunicar un tema en particular que puede suponer el común acuerdo entre quién emite el mensaje y aquellos que escuchan y comparten su punto de vista.

 

Para que un discurso cumpla con su intención, éste debe mover, llevar a la acción. La palabra no es sólo un decir, sino un hacer. A través de ella puede incidirse en la realidad y transformar algo de ella. El discurso político en general articula una agenda estratégica y estructura el mensaje, escoge los vehículos, distribuye y disemina su sentido. A nadie nos habrá pasado desapercibida la manera en la que, hace no mucho tiempo, las ciudades se empezaron a inundar de estos mensajes que pretenden generar una empatía con los ciudadanos que se encuentran con ellos.

 

Las maneras en las que se aparecen ante nosotros son de lo más diversas: espectaculares, anuncios de radio, mensajes televisados, entrevistas, mesas de opinión, presentaciones de libros, tuits, posts de facebook, videos en You Tube, pancartas, grafittis, instalaciones, flyers, mensajes a viva voz, eventos, gorras, plumas, encendedores, playeras, y así, un sin fin de ideas “creativas” a través de las cuales se pretende posicionar un mensaje con la intención de mover a una acción específica, en el contexto del próximo julio, al voto.

 

Tribus enteras salen a la cacería de la atención de ciudadanos indiferentes. Buscan mover los intereses, identificarse, coincidir en un espacio público atravesado cada vez más por lo privado y penetrando en una esfera privada cada vez más inundada por lo público. Se adelgazan los umbrales de estos espacios que otrora lograron definir claramente el mundo de la política: El espacio del quehacer público.

 

Hoy en día, la capacidad de penetración de los mensajes publicitarios y propagandísticos se ha lanzado a una conquista del espacio significativo, el área del sentido. Y en contra de la expectativa de estrategas, publicistas, creativos y diseñadores, los ciudadanos comienzan a reaccionar ante esta colonización de forma negativa. Un hastío se levanta cual sombra sobre todo el escenario y lo mueve lentamente.

 

Todo proceso de colonización supone uno de barbarie. Las estrategias publicitarias y los vehículos a través de los cuales se difunden los mensajes no han logrado sólo la colonización del espacio público y la invasión de la intimidad, sino que han contaminado (literalmente) ese espacio, lo han saturado, asfixiado.

 

No sorprenden movimientos ciudadanos recientes que han apostado por desmontar algunos anuncios o pancartas que estén fuera de la reglamentación electoral. Es de esperar que surja una reflexión sobre las implicaciones en términos ambientales que tiene esta forma de hacer política, de imponer (más que comunicar) un mensaje.

 

En estos días de difusión, todos son nuestros amigos, están con nosotros, promueven ciudadanos, ofrecen multitud de beneficios, proclaman la unidad, solidaridad, hermandad, amor, confianza y un largo etcétera conformado de buenas intenciones.

 

Un mensaje que lejos de mover, empieza a mostrar su oscura faceta: desincentivar la acción, o quizás aún más, incentivar acciones en contra de las intenciones originales de dicho mensaje. Las vetustas formas del quehacer político dejan ver sus consecuencias perversas: el hartazgo de la política es una cuestión que se incentiva desde dentro. Se promueve, se legitima, se autojustifica. Quizás no durará mucho tiempo más y esperamos ansiosos el día en que se cuestione cada vez con mayor conciencia la viabilidad, sentido y función de dichas estrategias.

 

Es corresponsabilidad de ciudadanos, políticos y estrategas reinventar la forma de la comunicación en un mundo cuyos medios y plataformas se han transformado radicalmente. Nuestra es también la responsabilidad de impedir el vaciamiento del mensaje, el desmantelamiento de la fuerza confiada desde antaño en la palabra. El mensaje ha devenido eslogan y el discurso, fondo de reverberación vacío al que se arrojan un sin fin de promesas. Se sigue apostando a la ingenuidad de una ciudadanía que ya no lo es tanto.

 

* Filósofo, director general de Contorno, Centro de Prospectiva y Debate.

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