Carniceros, campesinos, torneros, zapateros, ebanistas, oficiales y suboficiales del ejército y de la policía, sombrereros, artesanos, profesores de letras y de ciencias, tejedores, artesanos de la industria textil y del encaje, albañiles, fontaneros, panaderos, mineros, obreros, hijos de siquiatras y de intelectuales, leñadores, pescadores, taquimecanógrafos, camioneros, joyeros, orfebres, aristócratas, empleados de seguros, bancos y correos, mecánicos, pintores de brocha gorda; con edades de entre los 16 años y los 40 y pocos. Todos fueron parte de la resistencia francesa durante la Segunda Guerra Mundial. Todos fueron encarcelados, torturados y fusilados o guillotinados en comandancias y cárceles de Francia o en campos de concentración alemanes, acusados por el régimen extendido nazi de (¿le suena familiar?) terroristas.

 

La mayoría son hombres porque a las mujeres raramente las ejecutaban en suelo francés, sino que eran deportadas directamente a los campos de concentración para que murieran allí, ya fuera fusiladas o a consecuencia de los trabajos forzosos.

 

Todos ellos escribieron una última carta. A lápiz. Con el papel contado. La última carta luego de recibir la noticia de la hora de su ejecución, generalmente unas cuantas horas después. Sus últimas palabras dirigidas a madres, padres, esposas, hijos, amigos.

 

Judíos franceses o de familias judías inmigradas a Francia, pero también ateos, la mayoría católicos o cristianos, comunistas, con ganas, pues, de que su vida, ahora a punto de desaparecer, hubiera servido para cambiar el mundo, por lo menos la Europa invadida. Vivir a muerte, la última carta de los fusilados en los campos de concentración (Barril&Barral, Barcelona, 2009), es una recopilación de Guy Krivopissko, profesor de historia y conservador del Museo de la Resistencia Nacional.

 

Son 120 cartas con una pequeña nota biográfica acerca de sus autores que da cuenta del origen, la profesión u oficio, de las acciones de resistencia realizadas, las fechas y el proceso del juicio y de la ejecución. A veces complementada con la la suerte de amigos, esposas o padres.

 

Inevitablemente conmovedor y reflexivo, hay en este libro- tributo a los resistentes, un llamado a la vida que se expresa de las más variadas maneras, tantas como autores de las cartas: “En la vida es necesario saber recolectar la felicidad”, “No tengo miedo, no es mi costumbre”, “Sólo tengo 20 años, he defendido una causa que me honra, porque he creído en ella”, “No hay ni pizca de odio en mi corazón. He visto lágrimas en los ojos de los soldados alemanes que nos custodian. Hoy sé que odian la guerra”. Lo mismo que declaraciones de amor libertarias: “Cuando de nuevo la vida se recupere en ti, cuando su ritmo haya superado el ritmo de mi recuerdo, piensa una última vez en mí y vuélvete deliberadamente hacia el futuro; sé feliz en los brazos de otro”.

 

Pero están también expresiones más frescas, llenas de ternura en su sencillez, en su capacidad para captar (tal como hiciera el Premio Nobel, sobreviviente de campos de concentración, Imre Kertész en Sin destino), a pesar de todo, la belleza: “Antes, en mi última cena (el apetito no me ha abandonado nunca) he probado tu mermelada que estaba buenísima”, “Trate de sonreír cuando reciba esta carta como yo sonrío escribiéndola. (Acabo de mirarme en un espejo y me he encontrado con mi cara de siempre)”. “Será un miércoles, en una bonita mañana de febrero”.

 

Y están las palabras que recuerdan lo cotidiano, lo más mundano que es también hebra de la vida. En ellas los condenados expresan su desesperación por dejar sus asuntos personales claros: “Acordados de liquidar mi seguro de vida”; “Vended las herramientas que están en mi taller […], espero que el jefe os las pague sin regatear”; “PD. No te olvides de mis zapatos que están en el zapatero de la estación, los llevé a arreglar. Mis papeles, en mi cartera, están en el despacho de la cárcel, con 528 francos, mi reloj y todos mis papeles”; “Reclama la fianza del lavandero y abónalo al Sr. Flage”.”A propósito, Hennemay me debe un paquete de cigarrillos; […]. Devolved El conde montecristo a Emeurgeon [la dirección]. Dadle a Maurice Andrey, de la Maltournée, 40 g de tabaco que le debo.”

 

Insisten los condenados en que la valentía no es para ellos, los que se van, sino para los que se quedan. Lo mismo que la tristeza. Confiesan haberse confesado, haber asistido a misa y comulgado. Reafirman su fe: “Ten en cuenta que Él nos quiere mucho más de lo que podemos amarnos a nosotros mismos. […]Es nuestro padre y todo los que hace es bueno y útil […]”

 

Por sobre todas las cosas, animan a quienes se quedan “Vive, vive, vive…” es el clamor generalizado para los suyos. Trabaja, sé bueno, sé honesta, quiere a Francia, son los últimos consejos. Por una Francia Libre, Viva Francia, Viva la Resistencia, Viva la libertad, las últimas consignas anunciadas para exclamar en el justo momento, el de morir frente al pelotón.

 

Morir por el amor a la patria, a la libertad, por el Amor con mayúscula y en todas sus formas: “Quiero a todo el mundo y viva la vida. Que todo el mundo viva feliz”. Morir sonriendo. Con la conciencia tranquila y con el honor más alto.

 

Son estos hombres quienes recuerdan a sus destinatarios, que ahora somos también nosotros, el valor del tiempo, de vivir sin desperdicio: “Parece que las campanas hablan y nos dicen: ‘Escuchad al tiempo, somos nosotras. Os advertimos todos los días, pero el ruido del mundo os impide escucharnos. […] Si se comprendiera nuestro lenguaje en las ciudades y en los pueblos, los hombres serían mejores”.

 

 

Vivir a muerte, la última carta de los fusilados en los campos de concentración Recopilación de Guy Krivopissko

 

 

Barril&Barral, Barcelona, 2009