Fungir como pararrayos es una de las primeras funciones que todo equipo grande espera de su director técnico.

 

 

Si se gana será gracias a quienes están en la cancha y pese al testarudo entrenador; si se pierde no hará falta buscar culpable más que en su agobiado liderazgo.

 
Lo anterior se hace exponencial en el Barcelona por varias razones; la primera, tener en la delantera a tres de los mejores cinco ofensivos del planeta, encabezados por ese diminuto individuo de poderes sobrenaturales; la segunda, el reciente clímax de un estilo de juego, bajo la guía de Josep Guardiola; la tercera, la compleja cultura local –bien diría ese crack de las frases, Gary Lineker, ex blaugrana, “el problema del Barça es que siempre hay un problema”.

 
No es tan lejana la época en que los títulos escaseaban en el Camp Nou, cuando Las Ramblas aderezaban sus veranos con la frase Aquest any, sí, forma de rogar que la incipiente campaña fuera distinta y al fin algo tuviera que celebrar la afición culé.

 
En esos tiempos de aridez (por ejemplo, en cinco temporadas como jugador, Johan Cruyff apenas levantó una liga y una copa), la canción Temps era temps de Serrat, todo un himno a la nostalgia, coreaba a la delantera que hizo posible la conquista de cinco trofeos en 1952. Sin embargo, vale la pena aclarar la dimensión de lo ganado en ese idealizado año: liga y copa en su país, sí, más una Copa Latina que apenas se dirimía entre cuatro clubes, así como los Trofeos Duward (al cuadro menos goleado) y Martini Rossi (al más goleador). Es decir, nada que ver con la hegemonía que medio siglo después se degustaría en la Ciudad Condal.

 
Por ello, inmersos en esos dosmiles triunfales, el escritor Jordi Soler me confesaba sus problemas para convivir con ese once arrollador (“una parte mía espera que algo vaya mal para volver a la normalidad”) y se publicaba un soberbio libro llamado Cuando nunca perdíamos, que incluye textos del propio Soler, además de otras célebres plumas como Juan Villoro, Enrique Vila-Matas y Juan Cruz. Cuando nunca perdíamos como contraposición al pasado en el que más seguido de lo saludable se perdió, cuando se desarrolló esa identidad paranoide, victimista, inconforme.

 
Luis Enrique, el que ganaba porque con ese plantel quien no ganaría, dejará un balance imponente: ya en el porcentaje de victorias (superado por muy poco por Guardiola), ya en las dos ligas que aún pueden ser tres, ya en las dos copas que seguro serán tres, ya en una Champions que difícilmente serán dos, ya en un Mundial.

 
Para el común de los aficionados, su único logro ha sido dejar de enfadar a sus estrellas. Para otros, no hay resultado que compense un accionar menos estético, más vertical. Para algunos más, sus carencias han sido maquilladas por pinceladas de Messi (y en París, a falta de eso, así le fue).

 
El Barça tiende a valorarlo una vez que lo pierda. Llegará otro técnico con vocación de pararrayos y ya se verán los resultados, pero mentirá el aficionado culé que hoy no firme obtener entre ocho y diez títulos en los próximos tres años: jugando como con Luis Enrique, rescatados por Messi, como sea.

 
Su trabajo era ganar y muy a menudo lo consiguió…, aunque, evidentemente, eso no fue su mérito. Para todo lo malo, estuvo él.

 
Twitter/albertolati

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