No es necesaria la lectura entre líneas; la sucesión en la cabecera de la embajada estadunidense, en la persona de María Echaveste, confirma al tema migratorio como la principal apuesta (mediática-electoral) del presidente Barack Obama en sus agendas mexicana y centroamericana. El tiempo se agota para el presidente de Estados Unidos y muy pronto se convertirá en un pato cojo. Él lo sabe y también lo sabe el presidente mexicano.

 

Obama se siente cercado por los republicanos como si éstos fueran okupas. Su reforma migratoria tuvo la fuerza suficiente para la aprobación en el Senado pero no la necesaria para sortear la valla republicana en la Cámara de Representantes. Una vez torpedeada su estrategia, sólo le quedan las tácticas; los decretos con los que intentará legalizar el mayor número posible de inmigrantes.

 

Obama desliza sus fichas de ajedrez en dos ejes: nomina a María Echaveste, de padres mexicanos, para revelar su empatía con la extensa población latina en Estados Unidos, y por supuesto con México, y otorga, a quien será el candidato demócrata que intentará sustituirlo en la Casa Blanca, un bono electoral para ser intercambiado por votos en las próximas elecciones presidenciales.

 

La famosa enchilada completa mutó en una especie de agua de tuna. La relación bilateral se refresca después de una transición encabezada por el embajador Anthony Wayne, un diplomático cuya misión fue desplegar una estrategia perteneciente al mundo del soft power. La salida por la puerta de atrás del embajador Carlos Pascual, en tiempos del presidente Calderón, así lo obligaba.

 

María Echevaste llegará al inmueble de Paseo de la Reforma con varios asuntos pendientes. En el primero de ellos Echevaste tendrá que mediar con su coterráneo, Rick Perry, gobernador de Texas, para relajar la tensión que originó en el edificio de la avenida Juárez su decisión de intensificar la seguridad fronteriza por una hipótesis que, al día de hoy, carece de sustento: impedir la entrada de yihadistas a Texas a través de México. Ni siquiera en la hipótesis subyace una tendencia. En los ataques a las Torres Gemelas y al Pentágono, el 11 de septiembre de 2001, ninguno de los terroristas ingreso a Estados Unidos a través de México.

 

Otro de los pendientes es la conclusión de la investigación que el gobierno de Obama se comprometió a entregar a su contraparte mexicana sobre el espionaje revelado por Edward Snowden. La presión que ejerció Dilma Rousseff o el Parlamento alemán no la recibió del gobierno de Peña Nieto. Estados Unidos tendría que ser mucho más eficiente en el proceso de investigación.

 

El narcotráfico es un tema constante en la relación bilateral. Su rasgo global tendría que dejar de sorprender a los estadunidenses; ya no es posible revitalizar la percepción de que el problema es exclusivo de México. Así quedó demostrado con la revelación del programa “Rápido y furioso”. No existen asimetrías en las responsabilidades de cada país.

 

Echevaste tendrá en el canciller Meade al personaje ideal para mediatizar los resultados del soft power bilateral: los intercambios de estudiantes universitarios, el apoyo tecnológico a pequeños empresarios o los fondos sociales de la Iniciativa Mérida, entre otros.

 

Lejos se encuentra la tan cacareada enchilada completa (Vicente Fox); ahora, el gobierno de Peña ha sido más discreto porque sabe que la Cámara de Representantes sostiene una batalla en contra de Obama. Claro, todo tiene límites. Rick Perry provocó y el gobierno de Peña respondió. Ahora, la posible llegada de María Echaveste podría refrescar la relación, tan fresca como el agua de tuna.