Cíclicamente se nos dice desde el gobierno en turno que el Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) está muy cerca de la quiebra financiera. Que sus ingresos son mucho menores que sus gastos operativos y que la proyección de éstos hacia los siguientes años sólo confirma la inviabilidad de su modelo financiero.

 

Lo han advertido con diversos enfoques durante los últimos 13 años, sus directores generales como Santiago Levy, Fernando Flores, Juan Molinar Horcasitas, Daniel Karam y, ahora, José Antonio González Anaya.

 

Las soluciones que se han intentado desde adentro durante todo este tiempo, sólo han sido “aspirinas” para un cáncer que sigue avanzando sin que se logre detenerlo.

 

El déficit en los seguros médicos, el crecimiento desmedido del pasivo laboral (llega a 10% del PIB) y la estrecha capacidad de respuesta para ofrecer los servicios a los derechohabientes hacen urgente respuestas de mucho mayor calado que las que se han ofrecido.

 

En ese sentido, en las últimas semanas se viene discutiendo una reforma al IMSS, que el PRI presentó el 19 de marzo pasado, y cuyo fin fundamental es aliviar parcialmente la situación financiera del Instituto homologando las aportaciones obrero-patronales con la información que recibe el SAT. No es un asunto menor para el IMSS, porque la distorsión en las declaraciones y aportaciones de los patrones incide fuertemente en unos ingresos que representan 70% de los ingresos totales del Instituto.

 

La propuesta ha generado airadas reacciones de los organismos empresariales y, con ellos, también de algunos líderes sindicales que han sido movidos al reclamo; lo que podría incidir en el desenlace legislativo, atenuando aspectos de la reforma. Con todo, el IMSS necesita mucho más que eso.

 

El hecho es que en esta permanente crisis financiera que vive el IMSS se han multiplicado las tentaciones para echar mano de las reservas a fin de amortiguar las presiones del gasto corriente y salir del paso, ante un presupuesto público estrecho y que no responde a sus necesidades.

 

Pero tampoco, en este panorama que presenta el IMSS, se pueden hacer a un lado las malas decisiones del pasado y los visos de corrupción que las acompañan.

 

No ha quedado claro, por ejemplo, por qué, estando en una situación como la que se describe, el IMSS decidió usar los recursos de la reserva del Seguro de Invalidez y Vida para pagar 50% de la adquisición de la Afore Bancomer con su socio Banorte. La operación se concretó en mil 600 millones de dólares y el IMSS destinó 800 millones de dólares para adquirir este negocio de pensiones. Si consideramos que a finales de 2011 estas reservas eran de 12 mil 093 millones de pesos, el IMSS habría usado alrededor de 88% de ellas para liquidar la operación.

 

Pero además, tampoco se ha explicado por qué el IMSS estuvo dispuesto a pagar un precio tan elevado por la Afore Bancomer. No hay que olvidar que el segundo postor por esta afore fue Profuturo GNP, de Alberto Bailleres, que ofreció mil 200 millones de dólares; es decir, 25% menos que lo que pagó el IMSS con sus reservas. Un sobre precio que, por cierto, llama no sólo a las suspicacias, sino a la exigencia de una puntual rendición de cuentas.

 

Como se ve, la crisis financiera del IMSS va más allá de los errores de gestión o de los hoyos en los ingresos potenciales. El mayor instituto de salud pública del país requiere de una cirugía mayor.