Cuando el soldado escocés sir William Wallace llegó a la primera gran Guerra de Independencia de Escocia contra la ocupación inglesa, en pleno siglo XIII, ya se atisbaba cómo sería el Reino Unido.

 

Han sido siglos de quita y pega, de conseguir una identidad nacional de diversas tierras en torno a una gran nación que es el Reino Unido de la Gran Bretaña.

 

Los siglos y su paso le confirieron a Gran Bretaña como un gran Estado. La Revolución Industrial, los grandes pensadores, literatos y filósofos como John Locke o Thomas Hobbes cimentaron las bases de la relevancia que tendría la isla no sólo en Europa, sino en todo el mundo.

 

Pero, si en algún lugar de Europa ha habido una hostilidad a la unión del Viejo Continente ha sido precisamente en Gran Bretaña. De hecho, se han producido muchos quiebres de gran parte de la población británica hacia políticas proteccionistas, nacionalistas y antieuropeístas.

 

El euroescepticismo británico hizo que nunca entrara en el euro y preservara su libra esterlina como uno de los tesoros más preciados. Seguramente para los británicos el ingreso en la Eurozona les hubiera acarreado más perjuicios que ventajas.

 

Ese escepticismo, que por otra parte recorre gran parte del Viejo Continente, ha desembocado finalmente en el famoso referéndum que celebrarán los británicos el próximo 23 de junio. Ese día decidirán si quieren seguir perteneciendo a la Unión Europea o, por el contrario, se marchan del “selecto” club de los 28.

 

Los reticentes a continuar en la Unión Europea aducen que el club se ha aprovechado del Reino Unido. Dicen que no le han dejado crecer por un sinfín de reglas burocráticas que dependen de Bruselas en los múltiples negocios y transacciones. No es un número menor de británicos los que creen que el Reino Unido estaría mejor encapsulado en su insularidad, que pertenecer a un continente que “sólo” le ha dado problemas.

 

Pero una salida de Gran Bretaña podría ser trágica. En primer lugar, por ellos mismos. La libra se depreciaría a niveles ínfimos. Su fortaleza, hasta ahora arrolladora, se traduciría en una moneda debilitada y poco fiable. Lo mismo ocurriría con los millones de bienes inmuebles y la construcción que hay en la isla y que representa uno de sus principales músculos económicos. Su precio disminuiría, por lo menos, a la mitad del valor actual.

 

Pero si su salida puede ser dramática, no lo será sólo para ellos. En una economía tan global e interconectada y con una de las principales potencias del mundo, los efectos del tsunami separatista nos afectarían a todos. Primero a los países europeos, luego al resto de las economías.

 

Gran Bretaña no es Grecia. Los desequilibrios políticos, pero sobre todo socioeconómicos, pueden ser irreparables. Por eso no le interesa a nadie que se vayan, empezando por los propios británicos. Por eso, el primer ministro David Cameron se desgañita entre la desesperación y la esperanza. Es el primero que sabe que un cambio de rumbo en el referéndum del próximo 23 de junio se convertiría en un terremoto a nivel global.