Héctor Zagal

António Egas Moniz, psiquiatra y neurocirujano, nació el 29 de noviembre de 1874 en Estarreja, Portugal. ¿Les suena el nombre? Quizás no, pero les aseguro que conocen un terrible procedimiento de su autoría. A Egas Moniz se le recuerda como el padre de la lobotomía. Les cuento un poco.

Algunos consideran que nuestros antepasados del neolítico ya practicaban las cirugías debido a que se han encontrado cráneos prehistóricos agujerados. Imaginen cómo habrían sido estas cirugías: sin anestesia, sin esterilización y sin instrumentos quirúrgicos propiamente. Se especula que las cirugías cefálicas primitivas buscaban expulsar espíritus malignos que provocaban cambios de personalidad, alucinaciones y convulsiones. Entre las molestias provocadas por estos “demonios” posiblemente se encontraban migrañas, ataques de epilepsia y algún trastorno mental. El término médico de esta práctica es trepanación, aunque el tecnicismo no deja de provocar escalofríos.

La historia de esta práctica llega hasta nuestros días, pues todavía hoy resulta útil cuando se necesita extirpar tumores cerebrales, por ejemplo. Sin embargo, el capítulo más sombrío de esta historia es el de la lobotomía. Las investigaciones de António Egas Moniz (1874-1955) durante las primeras décadas del siglo XX se habían centrado en encontrar un método confiable para encontrar tumores cerebrales. Trabajaba con pacientes que presentaban ansiedad, depresión, cuadros psicóticos y otros trastornos mentales. Moniz pensaba que estos trastornos se debían a un mal funcionamiento de los circuitos cerebrales. Sus intuiciones encontraron fundamento en 1935 gracias a los descubrimientos de John Fulton. Fulton llevaba años buscando la relación entre lesiones cerebrales y la conducta en chimpancés. Para 1935 determinó que el lóbulo frontal era el encargado de la personalidad, capacidad de atención, toma de decisiones y control de emociones. Se dio cuenta de que, si dañaba parte de este lóbulo frontal, los chimpancés se volvían agresivos. Pero si retiraba totalmente el lóbulo, se tornaban dóciles.

Este descubrimiento llevó a Moniz a realizar cirugías en las que se perforaba el cráneo y se introducía un instrumento afilado que se movía de un lado a otro para dañar y cortar las conexiones del lóbulo frontal del resto del cerebro. El estadounidense Walter Freeman fue el encargado de realizar estas operaciones en Estados Unidos. A él le debemos lo que se conoce como lobotomía transorbital, vulgarmente llamada técnica del picahielos. Ésta era precedida por una terapia de choques eléctricos, provocando que el paciente estuviera inconsciente (por un lapso muy breve, de unos cuantos minutos). Después, se tomaba un pequeño aparato, que bien podría ser un picahielos común, se levantaba el párpado para ubicarlo arriba del lagrimal y se golpeaba con un mazo de goma hasta llegar al cerebro.

Los resultados eran “admirables”. Las personas ya no presentaban cuadros psicóticos ni alucinaciones ni pensamientos obsesivos ni emociones reconocibles. Familiares y amigos de los pacientes empezaron a quejarse, pues parecía que estos habían perdido su identidad, su capacidad se sentir interés por la vida. Parecía que no podían sentir nada. La lobotomía se usó en varios soldados estadounidenses que regresaron a casa con problemas de estrés post-traumático después de la Segunda Guerra Mundial.

En 1949 recibió el Premio Nobel de Fisiología junto con el neurólogo suizo Walter Rudolf Hess “por su descubrimiento del valor terapéutico de la lobotomía en determinadas psicosis“. Esta cirugía siguió siendo popular hasta 1952, cuando una farmacéutica francesa cambia la psiquiatría para siempre tras introducir al mercado la clorpromazina para tratar la psicosis. Lo que hace este medicamento es inhibir la recepción de dopamina en el cerebro, encargada de la regulación de emociones. Funcionaba, pues, como un calmante.

Hoy la lobotomía es considerada una práctica anticuada e inhumana, no muy lejana de las trepanaciones primitivas que buscaban expulsar los demonios que atormentaban a quienes sufrían de convulsiones, alucinaciones y ansiedad. Hasta ahora, parece que la mejor manera de tratar con los trastornos mentales es la conjugación entre terapias psicológicas, medicamentos controlados y buenos hábitos de vida.

Sapere aude! ¡Atrévete a saber!

@hzagal

Profesor de la Facultad de Filosofía en la Universidad Panamericana