A la preocupante cantidad de homicidios que día a día siguen lastimando a la sociedad mexicana se suma ahora el lamentable asesinato de Javier Campo Morales y Joaquín César Mora Salazar, dos sacerdotes jesuitas que realizaban labores en el templo de la comunidad de Cerocahui, Chihuahua, hecho que conmocionó a México y podemos decir que a la comunidad católica del mundo entero, ya que incluso el papa Francisco expresó sus condolencias en la audiencia general del pasado miércoles.

Pese a las reformas, las nuevas leyes, el cambio de estrategia y el aumento en la inversión para preservar la seguridad, el crimen organizado sigue aumentando su poder de fuego, al ritmo que las fábricas de armas producen nuevos modelos (en especial las estadounidenses, a unos cuantos kilómetros de la frontera), poder en que sus integrantes se basan para pasearse impunemente y exhibirse en redes sociales.

La discreción ya no es parte de sus códigos, de hecho ya no se advierte que exista código alguno. La acción de haber ultimado a dos sacerdotes católicos, que todavía en ciertos lugares representan un símbolo de autoridad y respeto por su servicio a la comunidad, significa la ruptura de un límite que es cada vez más usual. Esta tendencia, al igual que muchas otras estadísticas de violencia armada, se aceleró durante el sexenio de 2006 a 2012, con la fracasada guerra contra el narcotráfico, al pasar de 5 a 25 los decesos de personas religiosas respecto de la administración inmediata anterior.

Este indicador nos permite observar cómo la violencia permea en todos los estratos de la sociedad y en todos los espacios, públicos o privados, e incluso en aquellos considerados sagrados por ciertos sectores, como los templos religiosos. En contraste con otro crimen similar ocurrido en 2018, cuando los sacerdotes Germain Muñiz García e Iván Añorve Jaimes fueron baleados y asesinados mientras transitaban en la carretera que comunica Taxco e Iguala, Guerrero, el caso más reciente sucedió al interior de la iglesia, donde se refiere que un tercer civil abatido pretendía refugiarse.

El civil fue identificado como Pedro Palma Gutiérrez, quien se desempeñaba como guía turístico; además, se reporta que tras la balacera cuatro personas fueron privadas de la libertad, y que los tres cuerpos de las víctimas fueron hallados hasta el pasado miércoles, luego de haber sido sustraídos de la escena del crimen.

Es de esperarse que en un país como México, con gran mayoría de personas que profesan la religión católica, esta noticia haya calado hondo en la opinión pública, abonando a la percepción de que la violencia no se detiene, sino que cada día es más intensa, pese a los notables avances logrados en los primeros años de la administración del presidente Andrés Manuel López Obrador. El propio mandatario afirmó que si no terminamos de pacificar al país no vamos a poder acreditar históricamente el Gobierno de la Cuarta Transformación.

Si bien el cambio de estrategia ha demostrado su eficacia, se requiere de una constante revisión y rediseños de las políticas públicas aplicables, a fin de asegurar la presencia del Estado en todo el territorio nacional, para que ninguna comunidad quede a merced del crimen organizado.

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