No hay que buscar nuevos equilibrios entre las derechas y las izquierdas en América Latina, porque tiene tiempo que esos modelos se han desplazado por un mercado de subasta de promesas que han tapizado al continente con modelos más populistas que socialistas o de mercado.

Tampoco es nada nuevo, hay que ver la manera como las campañas políticas han apelado a la expectativa social de que “papá Gobierno” resolverá siempre todos los problemas sin más esfuerzo individual que ir a votar por quien más promete.

Mientras más grande sea la decepción, más margen para la radicalización y las promesas fantásticas.

El problema no está en los modelos populistas, sino a dónde conducen estas formas de Gobierno.

Hay gobernantes como Hugo Chávez quien usó el carisma y el engaño social para erigirse como dictador.

Otros países han dado bandazos dentro de los diferentes populismos, como Brasil que pasó del romántico cuento del obrero metalúrgico que acabó en la cárcel por hechos de corrupción, al candidato de extrema derecha que tuvo el mérito de sobrevivir a un atentado en la campaña presidencial.

Si a bandazos vamos, Argentina es un caso histórico. El más reciente es Colombia, cuyos ciudadanos renunciaron a las estructuras partidistas tradicionales para dar paso a una cerrada competencia entre dos populistas en los extremos.

Si escucha usted al virtual ganador de las elecciones presidenciales de segunda vuelta de Colombia del domingo pasado, Gustavo Petro, encontrará similitudes extraordinarias con el discurso mexicano de la 4T.

Entre los extremos más incomprensibles están dos países diametralmente opuestos por sus niveles de desarrollo. Por un lado, El Salvador con Nayib Bukele y su amalgama de decisiones imposibles de ubicar en un espectro político.

Y por el otro lado, alguien incomprensible para el mundo entero: Donald Trump. El país más rico y poderoso del mundo fue capaz de llevar a alguien así a la presidencia. Y lo que es peor, amenaza con regresarlo a esa silla presidencial.

Y, claro, nuestro México con el Presidente más carismático del que podamos tener memoria, pero con los peores resultados en muchas generaciones.

El presidente Andrés Manuel López Obrador combina una popularidad del 60%, pocas veces vista tras cuatro años de Gobierno, con calificaciones reprobatorias en materia de economía y seguridad. Como si fueran problemas ajenos a su Gobierno.

Los usos y costumbres de cada sociedad, algunas más heterogéneas que otras, tienen sus formas de tratar de llegar a los mejores resultados.

El populismo es una forma de conducirse en la política y debe tener los mismos principios que otras formas de hacer política.

Primero, tiene que haber resultados medianamente aceptables. Si no se cumple con esas expectativas, entonces viene lo segundo que es fundamental y es que haya la opción de elegir una nueva alternativa, así sea otra de corte populista, pero con la posibilidad democrática de hacerlo.

Y un elemento básico que acompaña a la democracia es la libertad para pedir cuentas a los gobernantes, de no sufrir actos de represión por ser opositor y que se conserven las instituciones. No solo la visión iluminada del gobernante.

Si el populismo puede dar resultados, se rige por los principios de la democracia y no busca imponer por la fuerza su pensamiento, se vale intentarlo. ¿Por qué no?

 

  @campossuarez