Después de una larga odisea, finalmente acabó la temporada de premios este 3 de abril con los Grammy, sin duda una de las más divertidas premiaciones, considerando su naturaleza: “un concierto donde se entregan premios”, como dijo aquella noche su presentador, Trevor Noah.

Sin embargo, los resultados de la velada fueron completamente inesperados. El ganador de la categoría suprema, Álbum del Año, fue Jon Batiste por WE ARE, mientras las predicciones se inclinaban hacia Olivia Rodrigo, Billie Eilish, Lil Nas X o Taylor Swift, artistas con mucho más popularidad dentro del público general. El resultado fue sorprendente, e incluso decepcionante para quienes apostaban por uno de sus cantantes predilectos para llevarse una estatuilla a casa.

Sin embargo, estas acciones nos hacen preguntarnos la naturaleza de los premios en sí, con qué propósito existen. La respuesta es simple: es un ejercicio de ego, no solo por parte del artista, si no del público quien le rinde culto. Es diferente cuando una película le parece extraordinaria a nuestros familiares a cuando la Academia de las Artes y Ciencias Cinematográficas la coloca en ese podio. Nos hace sentir más intelectuales, como si nuestro gusto fuera inequívocamente genial. Si alguien consideraba a Jon Batiste el mejor artista del universo, ahora esta persona se siente como alguien de la realeza, sirviéndose una copa de champán y hablando con una voz fanfarrona frente a sus conocidos.

Pero no nos olvidemos del otro propósito clave de este tipo de concursos: dar exhibición, así como oportunidades, a quienes de otro modo no las hubieran obtenido. El disco de Jon Batiste, de haber perdido, seguramente estaría en el anonimato total. Hoy por lo menos la gente curiosa de por qué un álbum poco conocido venció a gigantes de la industria ya le dio una escuchada.

El mismo caso puede ocurrir con las categorías nominadas, dependiendo de la cultura de las premiaciones en cuestión. Las películas expanden su ventana de exhibición en países fuera de Estados Unidos para que la gente pueda apreciar a todas las contendientes a los Oscar, por ejemplo. Con la música no existe esa barrera, pero sí la de demasiada oferta en el mercado: por tanto, se siente bien cuando alguna lista de nominadas nos dicta a qué debimos haberle puesto atención el año anterior, fuera de si esa victoria está justificada o no.

Claro, tampoco se trata de ser ilusos: también hay intereses detrás de quién es vencedor en las premiaciones, o incluso de quiénes quedan nominados y quiénes no. Y, si lo queremos ver desde una perspectiva aún más negativa, también este tipo de ceremonias se pueden ver como una gala de pura gente ególatra presumiendo el estatus de dioses que tienen entre sus fanáticos. Como si dichas preseas se trataran de una misa para rendirle tributo a nuestros artistas favoritos, y masacrar a los jueces cuando las cosas no salen como se quiere.

Sin embargo, no nos dejemos engañar: si estuviéramos en el lugar de las celebridades, ¿no haríamos lo mismo? Mientras haya aplausos, es difícil que cualquier ser humano pueda resistirse al calor seductor de la fama y todo lo que eso conlleva, pues al final todxs hemos querido nuestro momento bajo el reflector.

El reconocimiento, después de todo, es poder.

 

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