La nominada al Oscar nos lleva a los 70, pero con algo nuevo que decir de las presiones del mundo contemporáneo.

Bienvenidos a otro producto nostálgico narrado bajo el esquema moderno.
En esta ocasión tenemos a un director aclamado, dos actores primerizos como protagonistas, y a San Francisco en los años 70, un lugar de ensueño en donde predominan los emprendimientos, las celebridades y las grandes aspiraciones de dos jóvenes que sueñan con Hollywood.

Tal es el marco de referencia de Licorice Pizza, la nueva propuesta cinematográfica del aclamado director Paul Thomas Anderson, quien nos ha traído historias inquietantes como El Hilo Fantasma y melodramas alocados como Magnolia. El realizador regresa con una historia entrañable sobre la conexión humana y el autodescubrimiento.
El guion nos relata las desventuras de Gary (Cooper Hoffman), un joven de 15 años cuyo mayor sueño es ya ser grande, y Alana (Alana Haim), una joven de veintitantos que tiene el gran anhelo de dejar de serlo. Porque finalmente en eso se resume su conflicto: uno tiene muy claras sus aspiraciones y se “adelanta” a su edad para ya ser exitoso, mientras la otra no sabe bien qué quiere a pesar de estar en la edad en donde se supone que ya debería de estar construyendo su futuro.

Tal lucha de ideologías es el gran acierto de esta cinta, y nos hace creer en el magnetismo entre los dos protagonistas. Gary desea tener la experiencia sexual de Alana, y Alana busca la ambición y éxito de Gary. Aquella travesía por sus prioridades los hace conectar, e incluso debatir sobre si su conexión intelectual e intereses románticos son capaces de sobreponerse a las hormonas y la diferencia de edad.

Disfrazada bajo el telón de una comedia romántica, Anderson nos plantea como eje central el descubrirse a través de las otras personas, así como el desarrollo de un universo lleno de oportunidades pero también de estafas, excentricidades y libertades de la década de los 70 en California. La película no solo vale por su naturalidad y sus dilemas existenciales, sino también por las situaciones extraordinarias que le ocurren a los protagonistas, y la fuerza de la relación entre los dos protagonistas, una dinámica perfectamente retratada en su secuencia inicial.

A pesar de sus múltiples aciertos—entre ellos una aparición inolvidable de Bradley Cooper—, el largometraje peca en perder su aire libertino al final de su segundo acto, cuando deja de jugar sus cartas a la perfección. Sin embargo, el tercer acto reclama el podio con un cierre casi perfecto para lo que se narra.

Con una propuesta inteligente, divertida y fresca, P.T. Anderson nos recuerda el por qué de su éxito, con una historia en apariencia simple pero con elementos inmensos que resuenan bastante con los dilemas generacionales de nuestra época.

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