Julio Patán

 

Sorprende que, entre todas las estrategias brillantes desplegadas por el Periodismo del Bienestar para desactivar la crisis de Houston, ninguna se haya centrado en la persona del primer involucrado, es decir, de José Ramón, el Bodoque. Corrijo: sí hubo algún intento. 

Cuando empezaron a arreciar los chistes sobre cómo una mujer guapa y exitosa podría relacionarse con un sujeto sin aparente oficio ni beneficio y, sobre todo –lo pongo en estos términos para no promover más la discriminación estética–, con un sujeto digamos que no muy cerca del ideal helénico de belleza, hubo quien clamó en redes: “¡Clasistas!”. Bien ahí: ya sabemos que siempre hay que jugar la carta del clasismo para anular a la crítica. 

Lamentablemente, no funcionó, tal vez porque es un poco difícil de creer que ha sufrido esa forma de discriminación alguien cuyo padre fue, entre otros cargos, jefe de Gobierno chilango, que podrá haber vivido con 20 pesos en la bolsa pero siempre con chofer y casa en el sur de la ciudad, y cuya familia prospera entre chocolates, chelas y compas debidamente emplazados en la administración general. Así que ni hablar: que se puede ser próspero y feo, replicaron los malquerientes, y se jodió el argumento.

Pero ese es mi punto: ¿feo? Lo dudo, por una razón: la herencia. José Ramón, recordemos, compañeras, compañeros, es hijo del Supremo. Hablamos de un hombre, ya nos lo dijo algún monero, infalible. De, ya nos lo dijeron los senadores, una encarnación del pueblo; de un destilado de sustancia patria; de la democracia en un solo hombre. Sobre todo, hablamos de alguien que, como resulta obvio, destila sensualidad. Musolinianamente, nuestro líder es el Primer Macho Alfa; establece una relación erótica con su pueblo; electriza a las multitudes con esa naturaleza de toro de lidia, esa voluptuosidad de naturaleza casi mitológica que distingue a los líderes providenciales.

Bueno, pues algo de esa hechicería de los sentidos se ha trasminado al Bodoque, por el milagro de la genética. Vean bien, camaradas: ahí están esa turgencia en el andar, esa mirada incandescente. Concentrémonos pues en esa verdad inapelable. Subrayemos las virtudes de José Ramón y hagamos de él lo que ya hicimos de López-Gatell, pese al pantalón marcapaquete y el peinado tipo “mi mamá me puso jugo de limón en el pelo para la foto de graduación”: un símbolo sexual. Subrayemos lo obvio: que lo importante no es la casa con alberca, sino compartirla con ese bomboncito. Que, en suma, Bodoque mata contrato petrolero.

@juliopatan09