Foto: Arturo Rivera Para destapar las fosas nasales, mi esposa embarazada hierve hojas de eucalipto en una pequeña olla y trata de respirar la fragancia directamente.  

Es viernes por la mañana y recibo una llamada de mi esposa embarazada, avisando que la regresaron del trabajo por mostrar síntomas de Covid-19.

“Tengo flujo nasal y escalofríos, pero yo creo que es gripa”, afirma, aunque dentro de mí algo me dice que no, que es Covid-19.

Y es que en medio de la variante de Ómicron, que tiene los módulos de pruebas de coronavirus saturados de posibles contagiados, no hay forma de pensar en una simple gripa.

Toca ir al mercado por miel (natural, por supuesto) y limón. La primera la encuentro luego de cinco locales donde la frase recurrente es “se me terminó”, mientras que el segundo está carísimo, a 70 pesos el kilo.

Cómo no, si medio país está tomando té de limón con miel para tratar el virus.

Regreso a preparar té para los dos y a buscar dónde hacer una cita para una prueba Covid, porque no vamos a pararnos a las 5:00 horas para un test gratuito, nos va a hacer más daño el frío.

Y digo “nos”, porque si ella está contagiada, pues yo también.

La necesidad de una prueba se vuelve más urgente luego de que comienzan a llegar mensajes de su trabajo, una sucursal bancaria en una plaza comercial.

“Acabo de dar positivo, por favor hagan la prueba los que se sienten mal”, dice su jefa.

“Ya dio positivo fulana”.

“Mengano también ya dio positivo”.

“Sultano igual”.

No, pues toda la sucursal.

Recuerdo que el Gobierno pide, en dado caso de haber tenido contacto con positivos y presentar síntomas, ya no realizar la prueba y aislarse.

Es fácil de decir, pero la realidad es que tenemos jefes a los que responder, así que sigo insistiendo en un lugar para poder hacer la prueba… Y lo encuentro en mi propia calle y con hora de cita, por 500 pesos.

Llega la noche y con ella mi esposa siente frío y presenta sudoración, tos y dolor de cabeza.

Yo, por mi parte, duermo de corrido después de tomar dos litros de té de guayaba con limón con la esperanza de que funcione como un escudo protector.

Y quizá sí funciona, porque al día siguiente despierto con ronquera y molestias en la garganta, pero se me hacen síntomas leves.

Llega la hora de la cita y, por supuesto, mi esposa sale positiva en su prueba Covid.

Mi madre, angustiada, se moviliza al enterarse y se presenta en el apartamento armada con oxímetro, miel, jengibre y comida para los dos convalecientes.

La buena mujer prepara ponche (“hijo, ahorita este ponche es una bomba de vitaminas, por favor se lo toman”) y té (“escúchame, hijo, jengibre y ajo, pero lo tienes que sacar después del agua porque si no se hace agrio”).

Todo lo hace lejos de nosotros dos, que le hablamos desde el pasillo, siendo que ella permanece en la cocina.

Mientras tanto, el perro nos mira con ojos de que algo sabe; y es que él también (aunque podría ser casualidad) también estornuda a ratos y vomitó en la mañana. Sólo Dios.

Mamá se va y se despide a metros de nosotros (“te dejo abierto, hijo, ahí le cierras, los amo, me mantienen al tanto”).

Litros y litros de té siguen bajando por nuestras gargantas. Y es que si al Presidente le funcionó el vaporub y el limón con miel, pues a nosotros también nos tiene que funcionar, pienso con una sonrisa.

El médico de cabecera por fin nos contesta: aspirina, paracetamol, macrozit y un jarabe para la tos que, según él, son medicamentos que supuestamente no van a afectar el embarazo.

Poco importa, porque la enfermedad sigue su curso inexorablemente. Por momentos, mi pareja no puede respirar por la nariz, y la descubro en la estufa, con una olla con hojas de eucalipto hirviendo para destapar su sistema respiratorio. De pronto, me hace señas de que ya no puede hablar bien.

Y sin embargo, pese a todo, estamos relativamente tranquilos, porque los dos pasamos casi toda la pandemia sin contagiarnos y ya estamos vacunados con dos dosis.

La vacuna es nuestra fuerza. La vacuna es nuestro escudo.

LEG