Julio Patán

 

En el entendido –no hacen falta doctorados para comprenderlo– de que mandar a un representante a la toma de posesión de Daniel Ortega no es un acto de neutralidad sino un espaldarazo, aunque sea uno medio pasado por agua, sí: es grotesco que nuestro país, en términos oficiales, esté aposentado en esos terrenos. Pasa que Ortega, como Nicolás Maduro en Venezuela, es cada vez más claramente un sátrapa de vieja escuela, unos pasitos más cerca que los dictadores a la antigua, como el Somoza al que derrocó en los 70 o como Castro, que de los populistas modelo siglo XXI, tipo Evo Morales o Rafael Correa, no tan propensos a la represión abierta y descarnada y un tanto más hipocritones en términos de la puesta en escena pseudo democrática. El último episodio represivo en Nicaragua fue, sin duda, un fuera máscaras que deja muy mal a cualquiera que no lo condene. Como recordaremos, entre mayo y noviembre del año pasado encerraron a unos 40 líderes de la oposición, incluidos varios candidatos que se disponían a enfrentar a Ortega en la farsa electoral que armó con su vicepresidenta, Rosario Murillo, que además es su esposa, onda novela de dictadores. Pero la represión en realidad lleva ya un largo tiempo. En Nicaragua, los tres periodos de Gobierno de la parejita que acaba de celebrar con nuestra presencia el inicio del cuarto han dejado 300 muertes y 2 mil personas heridas, buena parte por la represión abierta de 2018.

Grotesco, sí. Es grotesco ir de fiesta con la Siria de Bashar al-Ássad, Corea del Norte, Cuba o el enviado iraní, Mohsen Rezai, acusado de organizar el atentado contra la Mutual Israelita Argentina, que dejó 85 muertes en 1994 (cumbre de la izquierda sin antisemitas, no es cumbre de la izquierda). Pero es que ya éramos grotescos, o para ser justos: ya era grotesca nuestra política exterior. Aquí, en nombre de la no intervención, albergamos a Evo, como Ortega un autócrata acusado de violar a menores de edad, igual que le dimos el micrófono a Miguel Díaz-Canel, que ha encarcelado a varios menores más en Cuba por manifestarse y un comprobado represor igual de salvaje que Maduro, al que, asimismo, le dejamos hacer chistoretes en un coche por el Centro Histórico.

Así que la pregunta no es por qué, en términos oficiales, nos gusta Daniel Ortega. La pregunta es por qué no habría de gustarnos. Lo que me lleva a terminar con una sugerencia a ciertos colegas: no se pongan en ridículo diciendo que esta decisión es incomprensible, que “no abona”. Se entiende perfectamente.

 

@juliopatan09