aristeo jiménez
Foto: Kenia Chávez Aristeo Jiménez juega con las luces y las sombras como alguien que ha aprendido a moverse entre ellas, a ser parte de ellas  

Aristeo Jiménez juega con las luces y las sombras como alguien que ha aprendido a moverse entre ellas, a ser parte de ellas. 

Su rostro surcado por cicatrices, su aspecto sencillo y la bolsa del mandado en la que trae sus cosas, retratan la extravagancia de quien ha rozado el éxito sin darle mayor importancia; de quien hace arte como si no se diera cuenta. 

Fotógrafo urbano, ha retratado a su amada Monterrey, la ciudad que lo adoptó a los nueve años de edad, de una forma que conmueve y horroriza a primera vista, al exhibir la pobreza, la miseria y la marginación.

Asiduo parroquiano de cantinas y tugurios, lo mismo ha inmortalizado a poetas inspirados al rozar con sus labios la boquilla de una caguama, que a transexuales posando al estilo Marilyn Monroe a la luz de un farol callejero a la mitad de la noche. 

Sus obras, algunas de las cuales da pánico mirar, se han expuesto en ciudades como San Francisco, Los Ángeles, Nueva York, París, Madrid y Roma… Muy lejos de Ahualulco, San Luis Potosí, la tierra que lo vio nacer en 1960.

“Ahualulco es un pueblo que en esa época no tenía pavimento, drenaje, agua potable, había telégrafo… era meramente rural, San Luis está a 40 kilómetros de ahí… El pueblo, pequeño, de mil habitantes… Las piedras son de tepetate y la gente se trasladaba en burros y bicicletas… Se dedicaba a la siembra de maíz, al comercio, a hacer pulque y mezcal”, narra a 24 HORAS con los ojos cubiertos por unos lentes oscuros, que cubren en parte las cicatrices que marcan su rostro. 

En Ahualulco, su padre era pulquero, carnicero de fin de semana (con carne de chivo) y cuidaba un rancho ajeno, hasta que llegó el día en que, como muchos en el pueblo, decidió migrar a Monterrey con su familia, en busca de una vida mejor.

Al enterarse, el pequeño Aristeo se escondió en una cueva cercana, reacio a partir de su tierra: “me escondí en la cueva porque yo no me quería ir para Monterrey. Estuve ahí un día y me anduvieron buscando hasta que me encontraron y me convencieron de que regresaríamos ”.

Tras abandonar su pueblo natal, Aristeo creció en un barrio popular de la Sultana del Norte, un conjunto de predios de madera, lámina y obra negra conocido como Tierra y Libertad, donde habitaban personas sin propiedades que querían dejar de rentar. 

“Ahí eran basureros… Vivir ahí era como vivir en el rancho, con el suelo de tierra, petates y una cobija… Dormir todos amontonados en un cuartito y la cocina. Esa parte cuando eres niño, como que la pobreza no es parte de ti, es parte del asombro, la curiosidad por cualquier cosa”. 

En aquel tiempo (en plena Guerra Fría) los rojos buscaban inculcar el maoísmo entre los habitantes de estos terrenos y patrullaban las calles para castigar a los borrachos, algo que al final la gente no aceptó.

Ahí Aristeo conoció a Alberto Anaya, actual líder nacional del Partido del Trabajo, que durante un tiempo realizó trabajo político en la zona, algo de lo que Aristeo decidió alejarse para dedicarse a su pasión, la fotografía.

Y es que fue en este ambiente de pobreza y marginación donde su ojo se forjó en lo que con el tiempo se volvería un arte y oficio para él. 

Poeta de la imagen 

“Me gusta el fotoperiodismo, pero como que yo soy más  un poeta de buscar imágenes, el hecho de que las busque en la pobreza, pues simplemente es el medio en donde he crecido… El hecho de que tú retrates una casa de una prostituta o un travesti, no estoy retratando en sí a la pobreza, sino al ser humano. El ser humano es un ser humano viviendo en un palacio o una pocilga”.

Aristeo creció y trabajó en periódicos para ganarse la vida, pero nunca dejó de tomar su cámara para inmortalizar lo que su ojo detectaba como trascendental. 

“A mí nunca me ha gustado las imágenes planas y casi nunca trabajo con flash. Siempre trabajo con película blanco y negro, porque yo crecí con el revelado blanco y negro; siempre busco esa luz de México, la luz del desierto, la luz del interior de las casas. 

“Para que yo haga una imagen tengo que enamorarme o tengo que tener asombro de algo para poderlo retratar, es una capacidad que no he perdido desde que era un niño”.

En el último libro que lleva su nombre, Ojos que da pánico mirar, todas las fotografías son en blanco y negro, una batalla constante entre luces y sombras que resaltan la tristeza, la alegría, la seducción, la belleza, la fealdad, la inocencia y el vicio de los protagonistas de sus imágenes, la mayoría de ellos travestis. 

“Cuando uno se involucra con el mundo con el que yo me involucré, congales, cantinas, prostíbulos… Sí me involucro un poco emocionalmente, pero no por eso me dejo llevar por la imagen fácil, claro que hay un sentimiento de compasión, de querer ayudar a las personas.

“Yo no traigo una cámara fotográfica colgando y si la traigo, es en una bolsita del mandado… Generalmente cuando retrato lo que hago es que convivo, voy, me meto a la cantina y me tomo mis caguamas… Y convivo con ellos y ya entonces se dan cuenta de que soy fotógrafo”.

Pero ese método, eficaz, no cabe duda, también dejó su huella en él, pues también es un ser humano, con sentimientos. 

“Sí llegué abatido a mi casa, por gentes a las que les tomaba una foto y se morían al mes… Alguna vez les ayudé, les eché la mano, pero tampoco puedo tanto, no tengo los recursos”. 

Siempre del barrio

Aún ahora, décadas después de Tierra y Libertad, Aristeo vive por temporadas con su madre en ese barrio de Monterrey. Durante esta entrevista, se le cuestionó sobre  dónde se estaba quedando en la Ciudad de México y, por supuesto, no es en la Roma, ni Polanco, ni la Condesa, sino en Chalco, donde se siente más cómodo y puede tomar sus fotografías. 

Sobre las cicatrices que surcan su rostro, relata que recientemente bajaron sus defensas y le dio una especie de varicela: “comía pura cerveza y cacahuates, se me bajaron las defensas… Tuvieron que hacerme una operación estética”, aclara.

Como si fuera un artista del Renacimiento, Aristeo cuenta con financiamiento de empresarios e instituciones, principalmente de Monterrey, que se han dado cuenta de su talento y arte.

“Son como mis mecenas… Cuando eres artista tienes que ser alguien de mucha libertad, incluyendo libertad económica. Este año le vendí a alguien de Ciudad de México tres imágenes y a un empresario de Monterrey le vendí cinco”.

Actualmente, Aristeo Jiménez prepara exposiciones en Ciudad de México, Monterrey y espera la publicación de un libro dedicado a fotografías suyas sobre los circos de carpa.

“Vienen varios proyectos, no puedo decir bien el nombre, pero viene un proyecto muy importante… Pues para el mejor museo que hay en Monterrey, ahí voy a estar en 2023”.

La entrevista va llegando a su fin y viene una pregunta que es inevitable: “Si va uno a Monterrey, ¿en qué lugar es más fácil encontrarte?”

-Pues nomás dime y nos vemos en una cantina del centro o en cualquier barrio populachero,  responde Aristeo con una sonrisa. 

-¿Con una caguama y unos cacahuates? es el último cuestionamiento. 

-Sí, yo estoy caguameando y la gente ahí. Soy parte del patrimonio de esa ciudad, qué le hace uno. ¿Verdad?

 

LEG