No podemos cambiar hasta que aceptamos lo que somos

Carl Rogers

En la cultura de la competitividad, vivir consiste en cumplir metas. Hay un culto al logro que nos está dejando vacíos y ansiosos.

Mientras más logramos, más necesitamos y más nos exigen. Si no logramos, nos convertimos en los perdedores de nuestra sociedad. El logro, por otra parte, tiene la peculiaridad de concretarse afectando siempre de alguna manera a alguien más. Esta es la causa real de la desigualdad.

Ha surgido incluso toda una industria motivacional y de coaching para ayudarnos a vencer los obstáculos en el camino al éxito, es decir, en la consecución de nuestras metas.

Así, nos hemos ido dividiendo socialmente entre los que triunfan y los que fracasan. Ya sea en las sociedades del esfuerzo, aquellas que adoran el logro siempre y cuando sea fruto de una vida esforzada; o aquellas que aman el éxito “fácil”.

Y hemos llegado así a un callejón sin salida: nunca nada es suficiente.

Hemos convertido nuestras metas en obstáculos. Si dejamos de fijarlas, la gente nos considera débiles por ausencia de propósitos en la vida; si las trazamos, pero no las alcanzamos, nos creen fracasados por falta de voluntad.

La meta lo es todo porque… nos permite evadir la insatisfacción presente, misma que, por cierto, es consecuencia de haber alcanzado una meta anterior e inmediatamente fijar la siguiente, porque esa es la dinámica de la fuga.

Si acaso nos ponemos eufóricos u orgullosos de nosotros mismos durante un corto tiempo, y luego comenzamos a ver qué sigue, porque lo que hay ya fue.

Bienes materiales, amores, grados académicos, recreación; todo lo volvemos insuficiente con tal de no estar en nosotros mismos, de no habitarnos, de no conocer nuestra casa interior, llena ciertamente de telarañas por el abandono en que la hemos tenido.

¡Claro que no es fácil! Nuestro interior está lleno de conflictos, dudas, miedos e inseguridad que nos causan sufrimiento. Nadie además nos ha dicho qué hacer con ello. Por el contrario, nos han censurado: no pienses eso, no sientas eso, no digas eso.

Es decir, hemos tenido un miedo atávico, durante toda nuestra existencia como especie, a lo que pasa dentro de nosotros mismos. Abrimos caminos a la espiritualidad para liberarnos o creamos religiones para reprimirnos; elegimos estilos de vida para sentirnos mejor o para evadirnos mediante el rigor o el libertinaje.

En cualquier caso, mientras sigamos buscando soluciones en la meta y el logro, nunca encontraremos la tranquilidad, la seguridad y la satisfacción deseadas.

Ese miedo atávico a nosotros mismos que, por supuesto, se exterioriza como temor a los otros, es lo que nos lleva a la competencia, al ataque y la defensa, al paradigma de destacar sobre los demás y ser más que ellos.

Como pensamiento, este miedo se expresa en exigencia de éxito a través del cumplimiento de metas; como emoción se traduce en envidia y hostilidad; como rasgo psicológico colectivo nos impide hacer realidad la aspiración de igualdad, que confinamos a la lista de metas sociales casi utópicas.

Nos asusta nuestro interior y, con él, todo lo insubstancial, que por falta de comprensión consideramos “locura”, “alucinación”, “superstición” e incluso “pecado” o “perversión”, Nos gusta la solidez. De ahí el “hasta no ver no creer”.

Desde esa perspectiva, ponemos un frágil orden interior y nos resistimos al cambio, aferrados a nuestra ignorancia. Cualquier cosa que lo amenace, representa un retorno al sufrimiento. Por eso, tener la razón nos permite no solo triunfar sobre el otro en una cultura en que eso nos hace mejores, sino mantener la débil seguridad en nosotros mismos y reforzar nuestro ilusorio control interno.

No se trata, por supuesto, de no tener metas, sino de que éstas tengan el único fin de conllevar procesos gozosos, que nos permitan conocernos hoy, disfrutar hoy, crear hoy, mejorar hoy, sentirnos satisfechos hoy.

La vida solo sucede hoy.

@F_DeLasFuentes

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