Héctor Zagal

Dos cegueras

Héctor Zagal

(Profesor de Filosofía de la Universidad Panamericana)

En la década de los 50, Jorge Luis Borges (1899-1986) fue perdiendo la vista por un mal congénito que le venía de su familia paterna. En 1957, su oftalmólogo le ordenó dejar de leer y escribir. Tan sólo dos años antes Borges había sido nombrado director de la Biblioteca Nacional de Argentina. La tragedia fue transformada en poesía gracias a la alquimia del asombro y la ironía borgiana; en el Poema de los dones (1959), Borges escribió: “Nadie rebaje a lágrima o reproche / esta declaración de la maestría / de Dios, que con magnífica ironía / me dio a la vez los libros y la noche.”

Veinte años después de haber sido arrancado del mundo de la tinta y los signos, que no del universo del lenguaje, Borges dio una conferencia sobre la ceguera y su ceguera. La charla iniciaba con una reflexión en torno a un verso del soneto 27 de Shakespeare: “mirando la oscuridad que ven los ciegos”. Borges pensaba que “si entendemos negrura por oscuridad, el verso de Shakespeare es falso.” Para entonces Borges tenía ceguera total en un ojo y parcial en el otro. Esto le permitía descifrar aún algunos colores: el azul, el verde y el amarillo.

El rojo era uno de los colores que más extrañaba, además del negro. La ausencia del negro contrariaba la costumbre de dormir en plena oscuridad. ¿Se imagina que al cerrar los ojos tras apoyar nuestra cabeza contra la almohada nos sumiéramos en una “neblina verdosa y azulada y vagamente luminosa que es el mundo del ciego” (sic)? ¿Cómo sería dormir así?

Para quienes no somos ciegos, la idea de una ceguera luminosa puede resultar desconcertante. Recordemos, sin embargo, que ésta es la experiencia de Borges. Así como no estamos absolutamente seguros de que el cielo sea del mismo azul para todos quienes los vemos, no podemos estar absolutamente seguros de que la ceguera sea la misma para todos los ciegos.

Otra ceguera luminosa es la que padecen los personajes de José Saramago (1922-2010) en Ensayo sobre la ceguera (1995). En la novela de Saramago, es el imperio de la negrura lo que se extiende sin control por el mundo, sino algo similar a la espesura blanca de la leche. Sólo una mujer no pierde la vista y sobre ella cae la responsabilidad de guiar, sin que se descubra su falta de ceguera, a quienes se encuentran sumidos en el valle de luz blanca. Sin embargo, sólo ella, en la soledad de la vista, tiene que enfrentarse al crudo caleidoscopio del hombre egoísta y temeroso.

Tanto Borges como los personajes de Saramago dejaron los contornos de las cosas lejanas para sumergirse en un inmenso mar de luminosidad. Y ambos, a su modo, descubrieron que su ceguera podía ser una herramienta y un don. Para Borges, “todo hombre debe pensar que cuanto le ocurre es un instrumento” (sic) que debe ser usado para transmutar su circunstancia en arte y en eternidad. Para Saramago, la ceguera, propia y ajena, no es sino una oportunidad para dejar empezar a vernos por quienes somos realmente y ayudarnos.

Sapere aude! ¡Atrévete a saber!

@hzagal

Profesor de la Facultad de Filosofía en la Universidad Panamericana