Hernán G. H. Taboada, CIALC-UNAM

 

El centenario de la caída de Tenochtitlán ha devuelto a la opinión pública y la academia el debate sobre la cuestión indígena, más allá de la formulación tópica del discurso oficial que retóricamente reivindica el pasado precolombino y condena la conquista. Ahora se escuchan junto a este discurso, y contra él mismo, otros que emanan de los mismos grupos indígenas. Hacen parte de un coro que desde múltiples rincones de América Latina se han articulado en ocasión de otro centenario, el de los 500 años del llamado Descubrimiento de América. El movimiento indígena en México se emparenta con otros de mayor organización, números y fuerza en Centroamérica y el área andina, Ecuador, Perú y Bolivia principalmente, sin que falten Colombia, Argentina y Chile, aunque la primera ha considerado inexistente o insignificante la herencia indígena y Chile ha reprimido sistemáticamente desde el Estado al indigenismo. Incluso en Estados Unidos y Canadá las manifestaciones de grupos o personalidades indígenas han cobrado mayor visibilidad.

Este movimiento transnacional tiene antecedentes ya desde el siglo XIX, pero sus formas de presencia política y cultural son nuevas. Ha fundado partidos y organizaciones sociales para el juego político. Ha desarrollado un cuerpo de literatura teórica e historiográfica que superó la dependencia de los discursos liberales, nacionalistas, católicos o marxistas. Ahora éstos son utilizados creativamente y el indigenismo los amalgama con propuestas utopistas, feministas y ecologistas. Dejó atrás la apologética tradicionalista y la exaltación de los imperios militaristas azteca o inca para enfocar la continuidad de las comunidades.

Una señal entre muchas de la importancia que va cobrando es la creciente hostilidad de los grupos conservadores, que alinean el indigenismo con su viejo fantasma del comunismo y los más nuevos de los populismos como el enemigo a combatir. Ya antes lo habían caracterizado como una utopía arcaica, antimoderna, grávida de componentes patriarcales y reaccionarios, de oportunismos mestizos, de artificialidad. Se agrega ahora la acusación del racismo inverso, se alerta del peligro de la desintegración nacional, se recalca el carácter minoritario de los grupos indígenas, arrinconados frente a sociedades cada vez más ansiosas de modernidad. Recientemente hemos visto de nuevo la exaltación de la Conquista como hazaña civilizadora y liberadora.

Voces del pasado que poco pueden oponer al vigor de las propuestas civilizacionales novedosas que vinculan los indigenismos, ahora en relación simbiótica con los movimientos políticos de base nacional-popular. Si antaño éstos les fueron hostiles desde una posición estatocéntrica y etnocéntrica, en los últimos años han visto con creciente lucidez que la definición del indígena va mucho más allá de la los elementos lingüísticos y folklóricos, y se le debe entender no como un rezago precolombino sino como el sustrato de las manifestaciones más profundas de la cultura latinoamericana, una presencia al interior del mundo mestizo y hasta criollo. Sin él no se entiende esta América Latina que inexplicablemente se quiere referir a una entidad nebulosa que llaman Occidente.

 

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