Héctor Zagal

Héctor Zagal
(El autor es profesor de Facultad de Filosofía de la Universidad Panamericana)

Solemos conocer a los filósofos a través de sus pensamientos, su cabeza, sus sesos –disculpen la imagen. Sus biografías pocas veces tocan momentos íntimos y, si lo hacen, se inscriben en una narrativa de éxito académico o de evolución intelectual. ¿Qué pasaría si conociéramos a los filósofos desde su cotidianidad? ¿Y si nos preguntáramos si les gustaba caminar o boxear; si iban al teatro o al cine; si compran en el mercado o tienen gente que lo haga por ellos; si se enamoraron? ¿Descubriríamos algo nuevo respecto a su pensamiento y convicciones, algo que no puede descubrirse en sus tratados y disertaciones? Creo que los diversos sucesos de la vida de una persona son valiosos en sí mismos, independientemente si guiaron a nuestro filósofo elegido a desarrollar mejores ideas. Pero también creo que pueden ayudarnos a entender mejor su pensamiento, como un aparato crítico al margen.

Uno de los filósofos más interesantes del siglo XX fue Jean-Paul Sartre (1905-1980). Sartre nos retó a tomarnos en serio nuestra existencia como libertad, su dramaturgia nos enfrentó con la cara más lamentable de nuestra humanidad y sus posturas políticas fueron polémicas.

Sin embargo, hoy quisiera acercarme a Sartre no desde las ideas, sino desde su vientre, su apetito y su náusea. ¿Qué comía Sartre? ¿Qué relación tenía su hambre con su obra? De acuerdo con lo que nos cuenta su compañera Simone de Beauvoir, Sartre odiaba los crustáceos y mariscos. Le parecían “cosas de otro mundo” (sic), viscosas, blanquecinas, que debían ser extraídas de las entrañas de una concha. Esta idea de volverse minero gastronómico no le atraía nada a Sartre. Aunque, en realidad, parece que no le atraía la idea de llenarse la boca.

De Beauvoir cuenta en sus memorias que Sartre vivía “amputado” (sic) su propio cuerpo; no le interesaba el sexo, ni la higiene personal, ni la comida. La idea del cuerpo como un conjunto de agujeros viscosos que llenar para sobrevivir tiene como eco la imagen de un cuerpo enfermo, mutilado y corrupto que aparece en su obra El ser y la nada. Parece que para Sartre el cuerpo no es sino una imposición mecánica, una carcasa abandonada a la penosa existencia del trabajo.

En el libro El vientre de los filósofos, el filósofo Michel Onfray interpreta la obra literaria y filosófica de Sartre a la luz de las memorias de Simone de Beauvoir y otros biógrafos para descubrir cuál era la dieta sartreana: alcohol, tabaco, anfetaminas, aspirina, barbitúricos, café y té. ¿Y la comida? Sólo comía frutas y verduras si éstas estaban incluidas en algún guiso o postre; aceptaba toda clase de embutidos, chucrut y pastelillos de chocolate. Para Onfray, Sartre le huía a todo aquello que no hubiera sido transformado por el hombre, por la técnica y la civilización.

La dieta sartreana a base de grasas, estimulantes y sedantes (y alguna que otra experiencia con alucinógenos) nos lleva a pensar que el cuerpo existencialista de Sartre es uno que funcionaría como una máquina a base de gasolina, aceites y combustión. Muy lejos queda una visión dietética cuyo objetivo es la salud y gozo.

¿Habría sido otra la filosofía de Sartre si hubiera bebido más agua que vino? ¿O si le hubiera dado una oportunidad a la viscosidad de los ostiones? Quizá la libertad no habría sido una condena, sino una dádiva. No lo sabemos.

Sapere aude! ¡Atrévete a saber!

@hzagal

Profesor de la Facultad de Filosofía en la Universidad Panamericana