Héctor Zagal

Héctor Zagal

(Profesor de la Facultad de Filosofía de la Universidad Panamericana)

La palabra dieta puede ser un poco chocante porque, por lo general, está asociada a un régimen alimenticio cuyo objetivo es perder peso. Y perder peso implica dar la espalda a tantas cosas sabrosas de la vida: pan, azúcar, grasas, vino. Cuando estamos a dieta, se dirige el hambre hacia alimentos más coloridos, orgánicos, bajos en carbohidratos y llenos de vitaminas y proteínas: frutas, verduras, pan integral, nada de azúcar refinada, quesos y otros lácteos en pequeñas cantidades. Hay una gran proliferación de recetas más sanas y que representan alternativas vegetarianas y veganas para quienes deseen, además, cortar con la carne. Pero ese es otro tema; volvamos a la pérdida de peso.

Bajar unos kilitos está ligado con una cuestión estética, pero también con una cuestión de salud. Hay muchos estudios que ligan problemas de salud con un consumo excesivo de grasas, de azúcar y de ausencia de actividad física. Las enfermedades y problemas de salud que pueden derivarse de malos hábitos alimenticios pueden ser dolorosos, mortales y caros. Parece que es preferible apostar por una dieta balanceada. Las campañas de salud pública están de acuerdo con esto. En México se han buscado poner trabas al consumo de alimentos de bajo valor nutricional –la famosa comida “chatarra”– a través de impuestos y de ciertos etiquetados que advierten al consumidor sobre el contenido de lo que compra. Pero, ¿por qué le interesaría a un gobierno la salud de sus ciudadanos y su dieta?

Hacia el siglo XVIII, en Europa, la pregunta por cómo fortalecer a un reino ya no tenía como respuesta la sumisión de los súbditos sin más a la voluntad de un soberano. La fortaleza de una nación empezó a ser equiparada con su riqueza, la cual sólo podía conseguirse con el trabajo de sus habitantes. Un reino era fuerte si era rico en mano de obra. Pero el trabajo sólo puede ser realizado por gente fuerte y sana. Entonces, la riqueza de una nación dependía de que sus trabajadores estuvieran bien alimentados. ¿Con qué? Con papas. Esta fue la gran respuesta dada por el médico escocés William Buchan en su libro “Observaciones sobre la dieta de la gente común” (1797). Buchan observó que la mayoría de las personas comían mucha carne y pan, tomaban mucha cerveza y comían pocos vegetales. Esto generaba diversas enfermedades en varones, mujeres y niños, lo que se reflejaba en una fuerza económica débil. Para contrarrestar esta situación, Buchan alentó el consumo de granos enteros y tubérculos, especialmente la papa.

¡La papa! Qué tubérculo tan noble, abundante y rico en nutrientes. Tanto en Gran Bretaña como en Francia empezaron a proliferar folletos y lecturas públicas en las que alentaba el cultivo y consumo de papa. No se trataba de una campaña de imposición dietética, sino de una exhortación a estar más sano. La pugna no era “¡Abajo con el abominable dominio de la carne, el pan y la cerveza!”, sino “¡Come papas y estarás más fuerte, sano y feliz!”. Publicitar la papa de esta manera confiaba en la respuesta positiva que cualquiera podría tener hacia un producto que te asegura ser benéfico. Esto desde el punto de vista de elección individual. Pero recordemos que había un interés económico y político detrás: “¡Te queremos sano para que puedas trabajar!”.

Otro entusiasta de las papas y de la libertad individual fue Adam Smith, uno de los padres del liberalismo. En su obra “La riqueza de las naciones”, Smith vinculó el beneficio individual con el florecimiento de las naciones. Para Smith, las personas actúan en beneficio propio siempre. Al panadero le importa vender el mejor pan no por benevolente, sino porque le conviene personalmente. Este interés propio no está peleado, sin embargo, con el bien público. Smith pensaba que el trabajo realizado por un interés individual, buscando sólo su beneficio, es dirigido “por una mano invisible” (sic) hacia un fin distinto al suyo: el buen funcionamiento de la economía. Y esto se lograría también a través de personas más sanas, mejor alimentadas. Smith pensaba que los trabajadores alimentados con papas, el alimento maravilla que hacía fuertes a los varones y bellas a las mujeres de Gran Bretaña, beneficiaría al trabajador, al patrón y a toda la economía en general.

Confiar en el interés individual de cada persona puede, de acuerdo con Smith, tener un impacto positivo en la economía, lo que beneficia a la comunidad. La exhortación gubernamental, en este caso, debería algo así como “¡Puedes estar mejor, si así lo decides, tomando en cuenta estas sugerencias!”.

Esta es una visión simplificada de todos los factores involucrados en una economía y el bienestar humano. Ojalá todo fuera tan fácil como pelar papas.

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@hzagal

Profesor de la Facultad de Filosofía en la Universidad Panamericana