Hernán G. H. Taboada

 

Tiene fama América Latina de ser la tierra de la desigualdad. Datos recientes nos indican que los índices que la miden son en realidad mayores en África subsahariana, y se ha estado señalando que la desigualdad persiste y aun aumenta en las sociedades desarrolladas y democráticas, que estuvo agazapada en las que atravesaron décadas de socialismo más o menos radical, y hoy resurge. Hay quien la considera inevitable y hasta positiva. Aun así, no es inexacto que nos señalen como campeones mundiales de la desigualdad.

Ahí están para medirla las estadísticas o los coeficientes pero no es necesario recurrir a ellos, la desigualdad es comprobable desde el primer acercamiento al panorama urbano y rural de nuestros países, que por otro lado ya fue difundido por una especie de folklore expuesto en la narrativa, las artes plásticas y el cine. Se habla de su permeabilidad hasta las capas más profundas del subconsciente, hasta los modelos estéticos y el lenguaje cotidiano. Se hace notar que las imágenes de la televisión, las telenovelas y publicidad, dirigidas a ciertos sectores son completamente distintas a las que nos ofrece la calle, teatro de la realidad.

Tales testimonios nos permiten notar ciertas peculiaridades nuestras también en este terreno. No tenemos castas ni estamentos, como las que aún afectan a los intocables en India y a los burakumin de Japón. Las formas son más sutiles, que no se limitan a las enormes disparidades de ingreso que las estadísticas revelan, a la desigual distribución de la riqueza, el poder y la escolaridad, y constituyen una desigualdad polifacética: social y también espacial y fenotípica, a diferencia de otras regiones donde tradicionalmente hay semejanza en el aspecto físico de pobres y ricos, como era Europa antes de la oleada migrante de las últimas décadas o como es Asia.

Esta desigualdad es funcional para muchos, el sistema mismo medra sobre ella y por lo tanto se reproduce a sí misma. El que nació pobre va a vivir pobre, nos dice tanto la experiencia como los estudios. Se ha hablado de una cultura de la pobreza, de una desigualdad estructural, de nuestra situación periférica en el sistema mundial, de colonialismo interno. Todo ello nos conduce a un pecado de origen situado en la Conquista y la Colonia que no pudo eliminar la república con sus recetas mágicas de igualdad jurídica, libertad, educación, ni regímenes reformistas y revolucionarios que buscaron el cambio por la reforma social.

Habría lugar para discursos conservadores sobre la inutilidad de las recetas si no fuera por señales de cambios que por las vías más inesperadas están afectando las viejísimas estructuras coloniales. Cambios culturales subterráneos, ligados a ritmos demográficos, a movimientos de población, a la adopción de nuevas tecnologías de información. Montados sobre todos ellos, se están generando desde hace varios años en América Latina movimientos sociales que responden muy mal a las viejas clasificaciones y desmienten predicciones. Suscitan desorientación entre los analistas ligados a sus fórmulas y a los dirigentes que pretenden encauzarlos, exceden con mucho la coyuntura política y, a contracorriente de lo que ocurre en otras regiones, significan un ataque a la estructura histórica de la desigualdad.

 

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