La más rotunda de las armonías, y nada menos que eso, era lo que podía esperarse de la sesión.

Un tanto por el muy particular diseño en finas maderas de la Arena Ariake de gimnasia en Tokio (nunca vi un escenario deportivo cuyos accesos tuvieran aspiraciones de feng-shui). Otro más por la belleza con que caía el sol nipón, cielos encendidos tras una jornada de tifón. En principal mayor medida por lo que garantiza esta joven cada que se presenta: romper paradigmas, llevar a su deporte a donde nadie siquiera lo imaginó, hacer siempre lo impensado.

Simone Biles emergió del túnel riéndose con sus compañeras y dando giros a su cuello en calentamiento. Desfiló hasta ubicarse ante los jueces. Ahí alzó su mano con gracia al ser mencionado su nombre y guardado un silencio de varios segundos –lo que no se hizo con las demás chicas– en espera de una sonora ovación como si hubiese público.

Empezó la competencia. Permanentemente había dos cámaras paradas a no más de medio metro de ella enfocándola. Tan cerca que obstruían su visibilidad de la competencia desde su reducida estatura. Tan constante que obstruían su movilidad, casi debiendo pedir permiso para caminar hacia su siguiente aparato.

Su ejecución de salto comenzó con una centelleante embestida y la elevó sabe Dios hasta dónde, sólo que su caída no fue la ideal. Sería la última vez que la veríamos competir esa noche. Desapareció un instante y volvió con chamarra sobre el leotardo. Pronto comenzó entre la prensa un murmullo que no tardó en elevarse a coro, desplazándose la atención de lo que sucedía ante nosotros en plena competencia: Simone Biles había sido retirada del resto de las rutinas.

Las especulaciones se sucedieron con fuerza, siendo la versión del tobillo lesionado la que se consolidó, máxime cuando la Federación Estadounidense de Gimnasia publicó que su estrella tenía un problema físico pendiente de evolución.

Pese a todo, ella siguió ahí apoyando a sus compañeras, ocupándose de cargar esa charola con el nombre del país (que incluye un kit de antibacterial), felicitando a las gimnastas rusas una vez que consumaron la victoria y relegaron a las norteamericanas a la plata.

Entonces dejó caer una bomba de sinceridad: basta de sufrir callada y disimular, aclaró ante la opinión pública que su salida se debió a cuestiones mentales. “Han sido realmente estresantes estos Juegos Olímpicos (…) Deberíamos estar aquí divirtiéndonos (…) Ya no confío tanto en mí misma. Tal vez sea por hacerme mayor. Hubo un par de días en que todo mundo me tuiteaba y sentía el peso del mundo. Debo hacer lo que es bueno para mí y no lo que el mundo espera”.

Duele saber que, en los últimos Olímpicos de la más grande, nos hemos perdido de una pizca de su genio y tendemos a perdernos de más en las finales individuales. En todo caso, el efecto de sus palabras abre un debate imprescindible: ¿qué exigencia es lógica, qué precio es válido ofrendar a cambio de medallas, récords, hazañas? Por supuesto, las glorias del deporte nos han acostumbrado a verlas como criaturas de mitología, semidivinas, blindadas, aunque no dejan de ser humanos.

Y un tema adicional: quitar estigmas a la salud mental. Admitir que se atraviesa algún tipo de crisis no implica locura o desequilibrio. Admitir que pesa demasiado un nivel de presión no descalifica a un grande por no saber cargarlo.

Biles ha puesto un grito contra la cultura del aguante. Eso no la hace más ni menos, sólo la hace humana, a diferencia acaso de lo que desde la adolescencia se esperó de ella.

Twitter/albertolati

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