Cuando voy manejando, o no encuentro un lugar mientras camino, siempre pienso qué haría si no tuviera Waze. Esta aplicación me da la ruta más rápida para llegar a cualquier lugar de la Ciudad de México.

Si con esa herramienta doy vueltas, ya me imagino todo el tiempo que tardaría en llegar a cualquier destino con solo un mapa físico, o peor aún, guiándome únicamente con las direcciones de las personas de la localidad. Soy pésimo escuchando indicaciones.

Y es que estamos acostumbrados a nuestro smartphone, así como a toda su colección de privilegios. Porque no solo nos ayuda a llegar a cualquier sitio, si no a hacer cualquier operación básica, a apuntar toda cosa que se nos ocurra al instante, o a mandar mensajes de texto y sintonizar nuestras redes sociales a cada rato. Incluso podemos usarlo para despertarnos, o como linterna para ir al acecho de un bocadillo nocturno sin hacer alborotos.

También, el teléfono es nuestra guía emocional. ¿Queremos evitar a alguien que nos cae mal? Simple, fingimos que “no lo vimos” por estar pendientes del teléfono. ¿Nos tocó fila? No pasa nada, bajamos cualquier juego y listo, adiós tedio. ¿Situación familiar incomoda? No hay problema, agachamos la cabeza, refrescamos las redes, y tan tan.

Hicimos el escudo perfecto para escapar de la realidad.

Vaya, hasta es el mediador predilecto en las discusiones familiares, porque con una búsqueda en Google se resuelven muchos debates.

Por ser el equivalente a una mascota, no nos despegamos de este aparato ni por equivocación. Nuestra vida ya no cobra el mismo sentido sin él, porque hasta podemos sentirnos inseguros.

¿Pero qué pasa cuando esa extensión de nosotros mismos roba nuestro estado de conciencia? Podemos sentirnos perdidos.

¿Cómo le haré si me acaba la pila y debo regresar a casa, pero no conozco la ruta?

O qué, ¿se supone que sume a la antigüita para calcular cuánto debo de la cuenta?

Ay, ¿y tendré que ver a los ojos a esa persona que no soporto? ¿Y hasta saludarla?

No, mejor no, gracias.

O hay pereza máxima, o de plano no sabemos qué hacer sin ese guardián electrónico que nos protege de muchas situaciones.

Por eso, cuando creo que conozco muy bien un camino, hago dos ejercicios.

Puedo estar confiado de la ruta que estoy tomando. Apago el Waze, sigo el camino, trato de poner atención a la calle, a los señalamientos y a mi memoria.

A veces, triunfo y siento que vencí a la máquina.

Pero en otras ocasiones, caigo en cuenta de que efectivamente sigo perdido. Después de refunfuñar, y sentirme como un tonto, dejo ganar al smartphone, porque prefiero usarlo para llegar más rápido a mi hogar que seguir dando vueltas por necedad.

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       @santiagoguerraz