Se acordarán de esas épocas cuando la actividad principal del sábado en la tarde era ir al “Videocentro” a rentar películas en VHS. O bueno, si no les tocó ya porqué son más jóvenes. Sabrán, que para los que crecimos en los 90’s, uno de los pasatiempos favoritos era rentar películas en videocasetes, que siempre se veían un poco mal, la calidad del medio dejaba mucho qué desear. Pero se llegaba a adivinar lo suficiente como para enterarnos de qué se trataba la película y, más o menos, reproducir la experiencia cinematográfica en casa, aunque fuera en un muy retro “lo-fi”.

Pues con mi papá, y yo creo que era su placer culposo, pero pues quién mejor que su hijo para compartirlo, rentábamos películas de acción, las típicas palomeras de fin de semana. No que no leyéramos poesía de Bécquer o La Ilíada, que también lo hacíamos.

Pero lo que yo nunca imaginaría es que ahí iba a encontrar, en medio de muertos sin sentido, explosiones gratuitas, villanos caricaturescos, guapas que en el momento menos esperado realizaban “involuntarias” acciones que resultaban tremendamente sexis (Ripley acomodándose trabajosamente el traje espacial en la cápsula para escapar de la nave) y, por supuesto, héroes capaces de sobrevivir a cualquier evento, como una lluvia de balas, o rayos letales, dirigida directamente hacia ellos. Algunas de las mejores películas y que, incluso hoy, puedo volver a ver, entender y disfrutar. Que contienen capas y detalles que tal vez cuando las vi por primera vez se me escaparon, las descubrí en esas tardes con mi papá, mientras comíamos palomitas de microondas. Aunque, sí, en la casa habían comprado una olla para cocinar maíz palomero, con una manivela que se giraba desde arriba y evitar que se pegara el maíz, la modernidad había ganado, y dejábamos ya esa ardua tarea a la tecnología.

Por ahí pasaron joyas de la cinematografía mundial como Alien de Riddley Scott, Robocop de Paul Verhoeven o Terminator de James Cameron. Por supuesto que, a los geniales maestros del marketing latinoamericano y mexicano, se les hacía que era imperativo traducir esos títulos y ponerles otros tan sugerentes como “El octavo pasajero” o “El Exterminador”. Por supuesto que la mayoría de ellas se convirtieron en franquicias y se explotaron hasta la saciedad sus conceptos en las décadas por venir, con mayor o menor éxito y calidad.

Todos esos directores, y algunos más, empezaron en Hollywood con esos proyectos, porque era lo que el mercado quería, lo que les era más fácil convencer a los estudios para que se involucraran, en un tiempo cuando prácticamente era la única manera de hacer cine. O al menos de hacer cine con posibilidades de que se convirtiera en una carrera y un medio de subsistencia.

Algo había en lo primario de esas películas, todavía nos sorprendíamos con la anécdota de un temible robot exterminador enviado desde otro tiempo para asesinarnos. O con la posibilidad de que, en el futuro, una raza de alienígenas súper letales pusiera a la humanidad en jaque. Por supuesto que había efectos especiales, pero vistos a los ojos de hoy eran más que precarios y muchas veces hasta darían “ternurita” por lo naif.

Sin embargo, me quedo con ese sabor de boca de la adrenalina, de la emoción que provoca vivir esa vida posible que sólo el cine puede darnos y brindo por los papás que compartieron con sus hijos sus fines de semana y encontraron algo en común para comunicarse y disfrutar juntos.

@pabloaura