Quien perdona fácilmente invita a la ofensa

Pierre Corneille

 

Pocas empresas espirituales hay tan mal comprendidas como el perdón. Se lo confunde con olvidar el daño, hacer como si no hubiera pasado nada, disculpar las ofensas, incluso permiso para que continúe una situación o una conducta que nos daña y hasta la aceptación como verdad de las justificaciones sobre lo sucedido.

Ninguna de estas actividades mentales y emocionales implica perdonar, porque todas se circunscriben al ego, mientras el perdón es principalmente divino y secundariamente psicoterapéutico. Por eso requiere un mínimo de humildad.

Para que en la vida nos quedemos en paz con nosotros mismos, con los demás y con las cosas tal como suceden, necesitamos, indiscutiblemente, confiar en un poder superior a nosotros mismos.

En tanto no entendamos que hay una voluntad superior a la nuestra en el universo, estaremos buscando todo el tiempo controlar a las personas, las situaciones y los acontecimientos.

Puede parecer, por algún tiempo, que tenemos todo bajo control, pero eso no es más que una ilusión. Estamos en nuestra zona de confort y por lo pronto nada nos perturba. Es una realidad momentánea.

Sin embargo, llegará un momento en que la vida nos pegue una sacudida para que salgamos de ahí y nos movamos. Parecerá que todo se atora o se vuelve un caos. Sentiremos el impulso de controlar, sostener lo que se desmorona, y entraremos en ansiedad y estrés; el miedo nos dominará.

Es en ese momento cuando necesitamos confiar en nuestro poder superior, en que las cosas siempre suceden para nuestro beneficio, si aprendemos las lecciones que generosamente nos ofrece la vida y si sabemos remontar nuestros miedos y limitaciones.

Es la oportunidad de encontrarnos con nuestro Dios en el lugar del cuerpo donde concentra su presencia: el corazón. Ahí no entra el ego, solo el alma. Ahí encontraremos la comprensión y la paz que necesitamos. Sabremos que todo es para nuestro bien y, por tanto, todo estará siempre bien. Dejaremos de pelear con la vida.

Esta paz constituye el fundamento espiritual del perdón. El componente especial de éste es que se circunscribe a nuestras relaciones, concretas o imaginarias, con personas queridas o desconocidas, físicamente manifiestas o etéricas, e incluso con cosas y sucesos, pero siempre estará referido a la forma en que nos relacionamos con el mundo.

Por tanto, para perdonar debemos comenzar con desarmar lo que nosotros mismos construimos: un muro de culpa entre nosotros y quienes nos lastimaron, que nos produce resentimiento y probablemente odio, nos impele a pensar que el otro merece un castigo que sacie nuestra sed de venganza y que debemos, además, ser compensados por el mal recibido, porque somos las víctimas del drama.

Cuando “otorgamos” nuestro perdón desde la posición de la víctima, lo hacemos con arrogancia y soberbia, como un acto magnánimo hacia otro, y eso solo puede provenir de un ego sumamente herido, que realiza un truco mental para engañarnos, dándonos solo sosiego emocional: la idea de que somos superiores porque perdonamos.

Solo que, bajo esta perspectiva, siempre estaremos en nuestro fuero interno repartiendo culpas, aunque ya no nos produzcan furia los recuerdos, y con ese lastre nunca seremos capaces de encontrar la paz en nuestra vida.

Podemos también creer que perdonamos desde la dependencia, cuando decidimos seguir creyendo en alguien que no deseamos perder. Toleramos abusos para obtener algún tipo de ganancia emocional; no ponemos límites y elegimos creer que un día cambiará, lo cual evidentemente no tiene que ver con el perdón, sino con una muy baja autoestima. En el fondo estamos considerando que “lo merecemos”.

Como el perdón es un proceso y no un suceso, lleva su tiempo, el tiempo que le lleve al alma debilitar la voz del ego herido y establecer conexión con nuestro poder superior, que es el único que puede revelarnos nuestra verdad y sanarnos, para darnos paz.

Desde el ego nunca se perdona.

 

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