Nunca pierdo, o gano o aprendo

Nelson Mandela

 

Hay empresas, amores, amistades, proyectos, trabajos y hasta carreras que nos pueden dejar completamente vacíos y en bancarrota, principalmente emocional.

Son actividades a las que nos aferramos porque, aunque no nos gusten, no estemos obteniendo de ellas lo que deseamos, o ni siquiera lo justo, “ya les invertimos demasiado”.

Esto puede verse sobre todo en dos aspectos de nuestras vidas: el económico, tratándose sobre todo de sacar adelante una empresa, y el sentimental, cuando intentamos sostener una relación amorosa que ya no funciona.

Ponemos todas nuestras expectativas, recursos, ilusiones y esfuerzos en el éxito, ignoramos las señales de que las cosas no van bien, nos aferramos a la idea de que, si continuamos invirtiéndole a esa empresa o esa relación, finalmente comenzará a “levantar” o a componerse, y veremos los beneficios.

En algunos casos estamos ya casi resignados al fracaso, pero persistimos, porque aspiramos cuando menos a una compensación, que no vemos llegar.

A esta inversión perdida de recursos económicos y sentimentales, que no queremos aceptar, se le llama “falacia del costo hundido” o “irrecuperable”, actitud por cierto muy común, con la cual seguimos incrementando las pérdidas y nos negamos a aprender las lecciones, hasta que el desgaste emocional, físico, mental y económico se vuelve insostenible y colapsamos, es decir, entramos en franca crisis.

Y es que a los seres humanos no nos gusta perder, mucho menos en la era de la competitividad, en la que ganarle a otros, aunque sea en un solo aspecto de nuestras vidas, “nos hace alguien”.

Conservamos ropa que ya no usamos, aguantamos maltratos, estudiamos cosas que no nos gustan, permanecemos en trabajos que detestamos, ponemos todo nuestro dinero en empresas que no tienen perspectiva de éxito, debido a la falacia del costo hundido, otra de las trampas mentales y emocionales que nos ponemos los seres humanos para alejar el dolor del fracaso, la decepción, el rechazo, que son en realidad tan ilusorios como la misma idea de que saldremos ganando si dejamos el corazón y la piel en el intento, aun cuando los costos ya rebasaron, objetivamente, cualquier beneficio venidero.

Y, por supuesto, nos justificamos: esa ropa la voy a regalar, yo sé que con mi amor va a cambiar, es una carrera redituable, que me corran ellos para que me liquiden, a mi empresa lo que le falta es ser conocida, etc., etc.

Esa necedad es parte de nuestra naturaleza, cuando nuestro ego se ha enfermado, por supuesto, porque nos vamos a querer salir con la nuestra a cualquier costo. Estaremos dispuestos no solo a sacrificar todo lo que tenemos, sino lo que tienen los demás, sabiendo a veces que ni funciona ni funcionará jamás lo que traemos entre manos, pero necesitamos imponer nuestra voluntad.

Mientras más mirones y críticos tengamos, más nos empeñaremos en no equivocarnos. Más costos irrecuperables propios y ajenos arrastraremos, y no pararemos hasta que todo caiga por su propio peso. Y aún entonces no reconoceremos nuestros errores: culparemos a otros o a la suerte, o negaremos abiertamente la realidad, imaginándola a nuestro favor.

La falacia del costo hundido o irrecuperable es la razón del fracaso de muchos emprendedores y aún de la caída de sistemas y regímenes políticos en todo el mundo. Por supuesto, es la causa de vidas destrozadas y hasta de suicidios.

Los mecanismos de defensa mental que sostienen esta falacia son la negación y/o la necedad rayana en la obsesión, ante la posibilidad de ver nuestras expectativas frustradas. Recordemos que en ellas empeñamos una gran cantidad de emoción, y que la diferencia con las esperanzas es que éstas últimas conllevan desapego.

La mejor forma de evitar o retirarnos a tiempo de la ilusión de que podemos, como mínimo, vernos compensados por todo lo que hemos invertido en algo, es entender que abandonar es de valientes, cuando una situación no va a mejorar o incluso va a empeorar.

 

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