Algo fundamental cambió en México en los últimos días. Algo muy grave, justo frente a nuestros ojos.

El 15 de abril, el senador Raúl Bolaños Cué, del Partido Verde—aliado del presidente López Obrador y de MORENA—, propuso añadir un artículo transitorio para que Arturo Zaldívar, el ministro presidente de la Suprema Corte, se mantuviera dos años más como la cabeza del Poder Judicial.

Zaldívar, un claro aliado del presidente de México, iba a dejar el cargo el 31 de diciembre de 2022, pero el cambio—que viola de manera flagrante el artículo 97 de la Constitución—fijó esto para el 30 de noviembre de 2024; es decir, para cubrir todo el periodo de López Obrador. La modificación de Bolaños no se discutió y, cómo en el viejo régimen, rápidamente fue puesta a votación.

El bloque obradorista y algunos senadores del PRI la aprobaron en un aire de confusión, incluso para los priistas, que al parecer no supieron bien qué votaron. El PAN y el PRD acusaron que la modificación no venía en el dictamen impreso y un senador panista etiquetó la medida como un “golpe de Estado” al Poder Judicial.

Al día siguiente, López Obrador destapó sus cartas. Dijo que Zaldívar sí debía quedarse más tiempo en el cargo y que el ministro tenía todo su apoyo. “Le tengo confianza al presidente de la Suprema Corte, lo considero un hombre íntegro, una gente honesta”, dijo el tabasqueño, sin mencionar que la Constitución abiertamente prohíbe ampliar su estancia en la presidencia de la Corte. En menos de 24 horas, el cinismo senatorial ya tenía un alegre aval del Ejecutivo.

La situación siguió degradándose. El 23 de abril, el coordinador de la bancada de MORENA en la Cámara de Diputados, Ignacio Mier, defendió violar la Constitución. En plena sesión, dijo que “entre derecho y justicia, un transformador, un liberador, un revolucionario, opta por la justicia (…) el conservadurismo opta por el derecho”. En otras palabras, Mier reconoció de forma implícita que la ampliación de Zaldívar viola la Carta Magna, pero que es un acto de “justicia”.

Ni Ernesto Zedillo, ni Vicente Fox, ni Felipe Calderón, ni Enrique Peña Nieto habían incentivado a sus partidos para violar la Constitución con el fin de premiar a un leal súbdito como Zaldívar. Y lo peor de todo es que el ministro, quien tiene como mayor responsabilidad el velar por la ley, no descartó quedarse dos años más si eso resuelven sus colegas de la Corte—a quienes, obviamente, López Obrador puede presionar con facilidad, como al entonces ministro Medina Mora—.

En “Cómo mueren las democracias” (2018), Steven Levitsky y Daniel Ziblatt explican dos formas de “abdicación colectiva”—cuando la gente transfiere cada vez más poder a un líder, sin pensar mucho en las consecuencias—: “La primera es la creencia equivocada de que un autoritario puede ser controlado o domesticado. La segunda es lo que el sociólogo Ivan Ermakoff llama ‘colusión ideológica’, en la que la agenda del autoritario se intercala lo suficiente con la de los políticos convencionales, (al grado) que la abdicación es deseable, o al menos preferible a las alternativas”.

La agenda concentradora de López Obrador, que incluye graves embates contra la independencia del Poder Judicial y demás órganos del Estado, se intercala con mensajes de combate a la corrupción y otros que “conectan” con la gente. Por eso, su afán de reconstruir el viejo híperpresidencialismo mexicano pasa desapercibido para la mayoría. Pero la realidad es cada vez más clara y cruda: México enfrenta un intento de regresión democrática.

@AlonsoTamez

LEG