La democracia—por lo menos la real—siempre ha sido elegir entre opciones imperfectas o incluso nocivas, pero en grados diferentes. Y algo de eso conoce el escritor peruano, Mario Vargas Llosa. En la elección presidencial de 1990, el futuro premio Nobel de Literatura fue derrotado de forma sorpresiva por Alberto Fujimori, un “caballo negro” entre otros ocho candidatos y a quien semanas antes nadie daba por vivo.

En 1992, ya en la “silla”, Fujimori degeneró en dictador tras darse un “autogolpe” de Estado, mismo que usó para justificar una inmensa concentración de poder. Para ese entonces, varios opositores ya habían huído del país, incluyendo Vargas Llosa. Años después, el mundo se enteraría que el gobierno del “Chino”, como le apodaban en el Perú, asesinó a casi 70 mil personas y despareció a otras 6 mil entre 1990 y el 2000 (Fitzpatrick-Behrens, Garrard, Orique, 2020: 175).

Desde su derrota, Vargas Llosa lleva 30 años siendo unos de los principales anti-Fujimoristas. Pero la semana pasada, en un recordatorio de las vueltas que da la vida—y la política—, el nobel llamó a votar en las elecciones presidenciales por Keiko Fujimori, la hija del dictador. El argumento es más sencillo de lo que parece. El escritor sabe que Keiko se benefició de la dictadura de su padre, “y está acusada por el Poder judicial de haberse lucrado con la Operación Lava Jato, de la que habría recibido dinero, por lo cual el Poder Judicial ha pedido para ella treinta años de cárcel” (Vargas Llosa, 18/4/21).

Sin embargo, Keiko es alguien que, a diferencia de su padre, acepta las reglas de la competencia electoral y no está peleada con la economía de mercado ni con el sector privado—algo crucial para generar riqueza en un país tan necesitado como el Perú—. El propio Vargas Llosa lo reconoce y la ubica como “el mal menor” (ibid), a pesar de ser un duro crítico de su trabajo y sus posturas desde hace años. Frente a ella está Pedro Castillo, un maestro que plantea insertar al país en la lógica de Nicolás Maduro, Evo Morales y Rafael Correa: instaurar un nacional-populismo que, como ya hemos visto, destruye los contraspesos democráticos.

Castillo no sólo es de extrema izquierda en lo económico—ya dijo que planea reactivar las nacionalizaciones, lo que probablemente empeorará la economía—; también es de extrema derecha en lo social. Le repugna la idea de los matrimonios homosexuales, del derecho a decidir de las mujeres, y está en contra de la educación sexual en las escuelas. En otras palabras, Castillo representa lo peor de los dos extremos.

Vargas Llosa, en un gesto de madurez política poco común, le dice a sus compatriotas: los dos candidatos son impresentables. Pero con Keiko, la frágil democracia peruana—entendida como elecciones realmente competidas, la existencia de contrapesos constitucionales efectivos, y un reconocimiento a la legitimidad de la oposición—, probablemente seguirá existiendo. Con Castillo, no lo sabemos porque el populismo requiere, forzosamente, de atacar órganos autónomos, acosar opositores, y dividir a la sociedad en dos bandos.

En México, las dos opciones—la alianza PAN-PRI-PRD y el eje MORENA-PT-PVEM—rumbo al 6 de junio, son malas y poco atractivas. Pero una es mucho más nociva que la otra: con más diputados de PRI-PAN-PRD, nuestra joven democracia electoral no morirá; con más diputados del bloque obradorista, no lo podemos asegurar. Sea en Perú o en México, en esa sutil diferencia se juega el Estado de Derecho en un país.

@AlonsoTamez

LEG