El amigo es ese otro yo

Aristóteles

 

Pocos estudiosos, filósofos o especialistas han hecho una descripción tan profunda sobre la verdadera esencia de la amistad como Aristóteles, en su Ética a Nicómaco (su hijo). Los vínculos profundos que unen a la gente no cambian con el tiempo, porque son parte de la esencia del ser humano, aunque éste se aleje de ella en andas de la tecnología, la comodidad y la resultante pereza.

En términos del “camino del héroe”, de acuerdo a su creador, el mitólogo Joseph Campbell, cada ser humano necesita ser protagonista de su propia saga para valorarse, darle sentido a su vida y tener dominio sobre sí mismo, pero la mayoría elige nunca partir hacia la aventura, o instalarse indefinidamente en alguna parte de la senda, en calidad de víctima.

En cualquier caso, hablamos de dos lugares de estancamiento, en los que raramente vamos a encontrar amigos verdaderos. Eso sí, compañeros de desgracias, emociones fuertes, conveniencias y placeres, muchos habrá. Pero no son amigos reales. Son tan imaginarios como los de las redes sociales.

Así, rodeada de supuestos amigos, mucha gente se pregunta qué hay que hacer para tener la clara certeza de que hay otra parte de su alma y su corazón en otro ser humano, que los apoyará en el momento en que lo pidan.

Llegamos pues al sentido de la verdadera amistad, no basada en las cualidades que un amigo debería tener, ni en una historia compartida, sino en la simple existencia de la relación entre dos almas que se han elegido para confiar una en la otra e intimar. Estas dos almas establecen una conexión y una comunicación única en el universo, y los egos actúan en consecuencia: se dan muto cuidado.

Así que la descripción más cercana a lo que una verdadera amistad significa no ha evolucionado con el tiempo, sigue siendo aristotélica: “es un alma que habita en dos cuerpos y un corazón que habita en dos almas”.

Quizá lo que haya cambiado con el tiempo sea la posibilidad de que dicha amistad se dé entre dos personas de distinto género, ya que en la Grecia de Aristóteles, y muchos cientos de años después, miles, vaya, eso no era bien visto.

Sin embargo, la clasificación aristotélica de las amistades sigue siendo la misma: la que proviene del placer de la compañía, la que se origina en la utilidad de una asociación y la que nace de la admiración mutua, que no omite, por supuesto, los defectos del amigo, antes bien los acepta. No hay más. Los amigos virtuales pertenecen a la segunda categoría.

Para Aristóteles, las dos primeras son endebles y temporales, se rompen una vez que se acaba el objeto por el cual surgieron: el placer o el beneficio para una de las partes.

La tercera es aquella sin la cual nadie querría vivir, decía el gran filósofo; si, por supuesto, hay claridad sobre la diferencia y se ha tenido o se tiene una verdadera amistad, pues es la única manera de apreciarla, agrego yo.

Incluso se puede distinguir entre quienes tienen o no una amistad verdadera. Las personas que carecen de ella no saben confiar, no pueden vulnerarse ante nadie, se sienten siempre obligadas por la generosidad de otro y no desarrollan, por supuesto, las principales virtudes que requiere la amistad, como la lealtad, que confunden con complicidad o excesiva complacencia; o empatía, que suplen con consejos no solicitados y acciones de buena intención sin consentimiento del interesado, que terminan siendo traiciones o daños por imprudencia. Así, terminan siempre peleándose con los “amigos”.

Los verdaderos amigos no se quieren, se aman, por eso se comunican si se duelen uno con el otro; expresan cómo se sienten y preguntan qué pasó; hablan claro, pero con respeto, no suponen, no dan por hecho, no se exigen ni se ofenden con el otro. En tiempos de Covid-19, son lo mejor que tenemos.

 

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