Al final, ¿qué significó todo? Esta es la pregunta que la Fundación Gorbachev—think tank de políticas públicas e investigación fundado por el último líder soviético, Mikhail Gorbachev—se planteó responder, tras la caída de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) a inicios de los 90.

Este experimento, que duró 69 años—de 1922 a 1991—, prometió dos cosas: una vida mejor y más justa, y una manera más eficiente de organizar política y económicamente a las grandes sociedades. Metas nobles, sin duda. No obstante, la URSS representó un rotundo fracaso, en esencia, por tres razones.

La primera fue ideológica. El marxismo operaba bajo una falacia: decía ya conocer el “fin” de la Historia—una postura, cabe decir, torpe y arrogante—. El argumento era que la lucha entre las clases burguesa y proletaria inevitablemente conduciría a una dictadura de los trabajadores. Por ende, la URSS era poco flexible en términos ideológicos y programáticos; como ya sabía el “final de la película”, acomodaba todo a su visión del mundo y desechaba todo aquello que la cuestionara o fuese irreconciliable con ella—por buena idea que fuera—.

La segunda fue económica. A diferencia de las democracias capitalistas, el esquema soviético no producía la suficiente riqueza para mantenerse competitivo en el largo plazo. Su ya mencionada rigidez ideológica no le permitía salirse de los postulados de una economía planificada fuertemente burocratizada y de su prohibición a la propiedad privada. Pero si la URSS hubiese liberalizado su economía—como sí hizo el comunista Deng Xiaoping a finales de los 70 en China—, tal vez la Unión hubiese durado más tiempo.

La tercera razón, y la más simple, fue humana. El comunismo soviético murió porque era contrario a la libertad—esa inherente necesidad del hombre de controlar su propio destino—. Como sistema ameritaba, forzosamente, reprimir y suprimir ideas y personas. En las democracias capitalistas, con todas sus fallas, las ideas y las personas transitan de manera mucho más libre. A esta paradoja se refería John Lewis Gaddis cuando escribió sobre la “doble vida que el Marxismo-Leninismo parecía requerir” (2005: 167): hablaban de anti-imperialismo y liberación de los pueblos, pero tuvieron que levantar un muro en Berlín para que la gente no huyera.

Al final, ¿qué significó todo? ¿Qué significaron las purgas estalinistas, la represión, las hambrunas, las campañas de exterminio, la ocupación de varios países por décadas, las violaciones sistemáticas a los derechos humanos, la pobreza impuesta, la Guerra Fría, el frecuente miedo de un holocausto nuclear, y los trillones de dólares tirados en armamento en siete décadas? ¿Valió la pena?

Todo régimen político debe rendir cuentas; ser juzgado por lo que prometió con palabras y lo que entregó en los hechos. Una forma sencilla de hacerlo es preguntarse si defender ese régimen amerita tener una “doble vida”. Si para defenderlo debes argumentar una cosa, y hacer o tolerar otra completamente opuesta, entonces hay un problema. Esto fue cierto en Europa del Este hace 30 años, y lo es hoy en México.

@AlonsoTamez