Para Hilda Calderón

Cuidadosamente las hijas la vistieron, cumpliendo una antigua tarea ancestral: vestir a su madre muerta en su última mortaja. Las circunstancias lo obligaban al estar los servicios funerarios tan restringidos a causa de la epidemia, pero, además, pagando quizás la deuda contraída con ese ser que les había dado la vida y que por primera vez, las había arropado.

Me voy a permitir hablar de un acontecimiento personal al perder a mi madre hace dos días. Ella ha engrosado las estadísticas de las personas que han fallecido en esta temporada, aunque no haya muerto por Covid-19.

Me sumo a tantas personas que lloran a quienes ya se han ido, por circunstancias epidemiológicas o a causa de alguna enfermedad cuya atención tuvo que adaptarse a la videoconsulta para seguir siendo atendidos.

Ya sabemos que la muerte es parte de un proceso natural que no valoramos hasta que se nos planta enfrente. Es increíble que cuando se presenta implacable, sea cuando valoramos la vida. Y cuando estamos llenos de vida y salud, estemos tan ensimismados en pequeñeces que no nos damos cuenta del tiempo que perdemos.

Somos como niños y niñas que peligrosamente gastamos lo más valioso que tenemos: el tiempo que nos queda de vida. Los días y horas que conforman nuestra vida son quizá, la única inversión que nos rendirá frutos. Si estos se suman en años, podremos escribir en muchas hojas en blanco lo que será nuestra historia de vida o quizás el día en que vivimos, sea la última página del último capítulo de nuestra existencia. Nadie lo sabe. Decidir el contenido de cada una –odios, rencores, incomprensiones, sufrimiento o agradecimientos por lo que nos tocó vivir–, es uno de los retos que cotidianamente enfrentamos.

Ante el cuerpo de mi madre, a quien su tiempo en la tierra ya se había agotado, reflexionaba sobre expresiones que me parecían absurdas como “matar el tiempo”. Sin embargo, me di cuenta que las horas de ocio fueron las que mi mamá más había disfrutado.

Siempre me maravilló su apertura para probar cosas nuevas. Ella nunca había jugado a la baraja pero cuando mis suegros la invitaron, aprendió a hacerlo. A pesar de eso, su manera favorita de “matar el tiempo” era con el dominó o dibujando. Para la primera, eran tardes de partidas que rápidamente se concluían y en donde, casi siempre, ella salía vencedora, aderezadas con una buena conversación y copitas de rompope.

La segunda manera, quizás la más importante, de dibujar y pintar. Tomó clases en la escuela de Bellas Artes de Toluca, con el maestro Franco. Años después se metió a un curso de pintura con el maestro Luis Nishizawa. En sus últimos años, tras la muerte de mi padre y a pesar del parkinson que padecía, sus clases de pintura se volvieron el centro de su vida.

Mi madre tuvo cuatro hijas. Para cada una de mis hermanas, como para mí, la relación con ella ha sido la más importante –y quizás la más complicada- de nuestras vidas. Solo comparable con la relación que tenemos con nuestras propias hijas.

Tan fuerte es este lazo que hay quienes califican que “llevamos a nuestra madre adentro”, al repetir ciertos patrones que hemos aprendido, como parte de nuestra propia forma de ser. No es un tema de cercanías ni siquiera está a nuestro alcance determinarlo. Nuestra madre nos da ciertos atributos –buenos y malos- con los que percibimos el mundo.

Al ser nosotras quienes por primera vez nutrimos el cuerpo y el alma de nuestros hijos e hijas, en ellos proyectamos nuestros talentos pero también nuestras problemáticas y complejos, por eso es tan importante resolverlos a tiempo.

¿Qué tanto mi madre quiso verse reflejada en cada una de sus hijas? Ciertamente, no lo sé. Lo que si tengo certidumbre es que hizo lo que estuvo a su alcance para que tuviéramos una mejor educación que la que ella había tenido. Fue muy estricta con sus dos hijos pero más con sus cuatro hijas. Eso nos formó.

En la adolescencia creo que todos sus hijos –pero en particular sus hijas- se rebelaron contra su autoridad. Quizás yo fui la que más la confrontó al ser la mayor y la más parecida a ella. Nuestras peleas eran frecuentes y por muchos motivos. Rompí con todo lo que sabía que a mi mamá le significaba algo. Cuando tuve la oportunidad de tener mi propia familia, la entendí, plenamente.

Mi mamá como yo, con sus defectos y virtudes, también se distanció de su madre para poder encontrarse y fortalecer su propia identidad. Sin embargo, por más que nos separemos, siempre tendremos enraizados algunos de los atributos de nuestras propias madres.

¿Cuántas veces dejé de visitarla porque tenía la agenda abarrotada de temas? Nunca salió un reproche de su boca. Su baluarte era el trabajo y le hacía lógica que yo hiciera lo mismo. Siempre fue la abuela amorosa con mis hijos e hijas y un apoyo fundamental para salir adelante, en todas las situaciones que he enfrentado.

Al quedar viuda, tuvo un “renacimiento”. Estando protegida con la pensión que le había dejado mi padre, fue una mujer independiente que pudo tomar sus propias decisiones, sin tener que preguntarle a alguien. Sinceramente desconozco cuantos periodos felices tuvo en su vida, me queda claro que abrió una nueva etapa cuando mi padre partió y la disfrutó muchísimo. Para mis hermanas, hermanos y para mí misma, fue un periodo de reencuentro con ella que disfrutamos.

Llegó la pandemia y como muchos otros adultos mayores, mi mamá se enclaustró para vivir con mi hermana menor, quien garantizó con sus cuidados que siguiera con su tratamiento contra el parkinson y por supuesto, que no se contagiara. Su vida cambió radicalmente como para todos, y las visitas se convirtieron en videoconferencias. Su sueño fue siempre organizar una comida para celebrar el poder nuevamente estar juntos. Ya no la pudo hacer.

Por supuesto quería regresar a la “normalidad”; mientras tanto pobló su confinamiento de colores. Dibujaba los libros que le llevaban –y que orgullosa nos mostraba- bailaba con su nieto Alonso, los danzones que tanto le gustaban y, periódicamente, todos sus hijos y sus hijas, nos enlazábamos de manera virtual, para platicar con ella.

No perdimos a nuestra madre. Se ha transformado en lo que cada quien quiere creer que es ahora. Lo que si tengo la certeza, es que mi mamá nos ha dejado la estafeta para que sus hijos –pero más sus hijas- sigan corriendo en las distintas rutas de sus propias vidas. Con su partida, hemos recibido muestras inesperadas de cariño de muchas personas que la conocieron en vida.

No importa la edad, cuando se va nuestra madre, somos huérfanos y huérfanas y tenemos que tener la valentía de tomarnos de la mano, caminar juntos y afrontar lo que traiga la vida. Dice Jorge Bucay que en lugar de conectarse con el dolor, sería mejor conectarse con el agradecimiento de haberla tenido y aprendido por los años que tuvo de vida.

Estoy segura que mi madre ha sido recibida por las mujeres de su linaje. Está junto con esas abuelas de otros tiempos, algunas conocidas y otras referidas por ella. Estas mujeres anónimas también lucharon sus propias batallas, en otro tiempo y con otras circunstancias.

Al ver por última vez su rostro, noté como había tomado los rasgos de su mamá, la abuela Natalia. Quiero pensar que ella vino por mi mamá para llevarla a su siguiente morada.

                                                                                                                                       @Martha_Hilda