Se investiga la muerte de Diego Armando Maradona, se allanan establecimientos en frenética y ansiosa búsqueda de evidencias, se pretende atribuir su partida a una negligencia, como si el precario estado de salud del exfutbolista no hubiese bastado para justificar su muerte. O, más aún, como si su capacidad para pegarle al balón como los dioses hubiese establecido alguna garantía de inmortalidad.

Se entiende que para muchos que jamás lo conocieron y desde la distancia lo idolatraron, ha sido como perder a un familiar… aunque si alguien cercano a ellos pereciera bajo las ineludibles circunstancias de Maradona es difícil imaginarlos repartiendo culpas. Parece absurdo recurrir a chivos expiatorios ante un fallecimiento tan inevitable como, debemos admitir, incluso postergado –porque durante no menos de dos décadas Diego gambeteó, a veces contra todo pronóstico, a la muerte.

En el futbol, como en cualquier manifestación artística, resulta tan imprescindible como complicado separar al artista de su obra. El diez de los regates imposibles, del liderazgo que convencía a sus humildes compañeros de su condición de titanes, de los disparos que desafiaron a las leyes de la física para incrustarse en el ángulo, subiendo y bajando en parábolas inauditas… ese Maradona también fue el de los excesos.

No mintió en su más célebre discurso al clamar que “la pelota no se mancha”, porque contrario a lo que muchos aseveran, su desempeño mermó por las drogas y de ninguna forma se benefició de ellas. No se trataba de un dopaje para mejorar su capacidad muscular o atlética, sino de sustancias que llevaron al Pelusa a vivir caminando por la más delgada cuerda sobre el precipicio, hasta que recién cumplidos los sesenta años cayó.

Rodear su duelo y muerte de distorsión, de absurdos, de insensateces, luce como una consecuencia obvia de su siempre escandaloso estilo de vida. Difunto el hombre al que no sólo dañaron convenciéndole de que era dios, sino que incluso quienes se lo dijeron se autopersuadieron con fanatismo de eso mismo, no queda más que negar una muerte convencional.

¿Qué fuerzas oscuras lo asesinaron? ¿Qué trama tan siniestra se esconde detrás de su expiración? ¿Qué se dejó de hacer para mantenerlo con vida? Preguntas, todas, que Diego Armando mismo respondió en no pocas ocasiones, ya con sus palabras, ya con su comportamiento hasta erigirse como el más contundente anuncio de lo que las adicciones pueden propiciar.

No se trata de lanzar un discurso moralino o de cerrar esta historia con una moraleja. Sí de comprender que lo que se pretende plantear como inesperado llevaba siendo tristemente esperado por mucho tiempo.

Abundan las teorías de conspiración en las muertes de personajes célebres. Desde Elvis Presley hasta Kurt Cobain, incluso con Pedro Infante o John F. Kennedy, no conformes con absurdas causas alternas de muerte, se insiste que siguen vivos bajo otro rostro e identidad.

La inmortalidad es de la obra y nunca del artista, dejemos de atribuir dones eternos a quienes, pese a la evidencia con su mágico legado, nunca dejaron de ser tan terrenales como todo humano.

 

                                                                                                                          Twitter/albertolati

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