Debates bizantinos e inútiles: ¿quién es el mejor en tal deporte?, ¿qué hace falta para que se considere que alguien de una nueva generación superó a quien se consideró rey en alguna remota?, ¿es posible comparar a titanes alejados tantas décadas cuando ya de por sí resulta difícil hacerlo con quienes han coincidido en etapa?

Los ríos de tinta dedicados al tema tienden al vacío, asumido que ni siquiera harán que alguien cambie de opinión. Como pasa en estos tiempos de profunda polarización política, quien prefiere a Federer sólo suele buscar textos y afirmaciones que le concedan la razón, como quien piensa que le regalan penales al América, como quien tiene por dogma de fe que sólo uno y no más –Messi o Cristiano Ronaldo, Pelé o Maradona, LeBron o Jordan, Montana o Brady, Federer o Nadal, Schumacher o Hamilton– merece la corona.

Quizá por eso los sistemas políticos con distribución de poderes han tardado tanto tiempo en universalizarse, para la mente humana resulta más cómodo que sólo haya una persona que mande. Más cómodo, aunque, como la historia ha probado, de ninguna forma mejor.

Prefiero dejar al monoteísmo a donde corresponde, que es a los diversos santuarios religiosos, y ver en el deporte algo así como un panteón compuesto por numerosos dioses. Ahí, las hazañas de una nueva deidad deportiva, su ascensión, no implica el destierro, reemplazo o degradación de un monarca anterior.

Entendamos que para que hoy exista Simone Biles, quien hace cosas que Nadia Comaneci ni imaginó que era posible hacer, antes tuvieron que existir no sólo la niña rumana del diez, sino también gimnastas como Latynina, Caslavska, Keleti, Korbut. Lo mismo, para que Usain Bolt haya corrido los cien metros en 9.58 segundos, antes debió existir un Carl Lewis que bajó la marca del 9.90 o un Jesse Owens que lució extraterrestre al llegar a 10.2. O los veinte Grand Slams de Federer y Nadal, tan por delante de los catorce de Sampras, quien a su vez superó los doce de Roy Emerson, quien saltó por encima de los ocho de Fred Perry.

A eso, precisamente a eso, se le llama evolución, parte intrínseca de nuestra civilización. Año con año mejoran las metodologías, las técnicas, la preparación, la alimentación, la tecnología, la preparación mental, el entendimiento del cuerpo humano con cada una de sus posibilidades, la medicina deportiva, y de ello se benefician quienes vienen después.

Por si eso no bastara, las reglas de algunos deportes también van en un sentido que favorece la longevidad. A Brady, Manning, Brees, les pegan muchísimo menos que a sus predecesores mariscales de campo, lo que está perfecto: no porque Bradshaw o Montana hayan sido tan azotados, los nuevos quarterbacks tienen que sufrir similar maltrato. Las patadas sufridas por Pelé en el Mundial de 1966 o todavía las que Gentile propinó a Maradona en 1982, no son condición para alcanzar la cima, que aquí no estamos canonizando con base en martirio sino de destreza.

Entre más crezcan los debates sobre quién es el mejor, más me aferraré a la misma: el deporte posee categoría de arte sublimado por estos genios. Y no concibo que, en un afán de loar a El Bosco o Kandinski, alguien vaya a un museo a buscar defectos, a denostar, a restar méritos a Leonardo, a Velázquez, a Dalí, a quien sea.

¿Quieren de verdad disfrutar del deporte? Asúmanlo como el asunto politeísta que es.

 

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