Dr. Héctor Zagal

Dr. Héctor Zagal
Profesor investigador de la Facultad de Filosofía de la Universidad Panamericana

Detrás de la guerra de independencia hay varios motivos. El más importante e inmediato es la inconformidad de los novohispanos por las últimas décadas de alza de impuestos, obstáculos comerciales y la imposibilidad criolla de acceder a puestos de poder, secular y eclesiástico, destinados exclusivamente a españoles.

El resentimiento estaba justificado, pues la corona española se había dedicado a exprimir sus territorios para financiar sus conflictos bélicos contra otras potencias europeas. Y tras el vacío de poder que dejó la abdicación de Fernando VII, se consideró legítimo que Nueva España se volviera autónoma, aunque pendiente del porvenir de la corona española.

En 1810, los ánimos criollos hervían en ansias de libertad. ¿Por qué no podían ellos dirigir su territorio? ¿Se quedarían de brazos cruzados mientras Francia se infiltraba en España? Seguramente pensaban que no faltaba poco para que Bonaparte quisiera aprovechar la América septentrional para saciar su ansia de poder. Además, hay que recordar que el aire estaba cargado de revoluciones.

Estados Unidos, ese siniestro vecino del norte, había conseguido independizarse del yugo británico. Los ideales cívicos y políticos de la revolución francesa también inspiraban anhelos de ciudadanía. El éxito de Estados Unidos en su independencia inspiró coraje en el movimiento insurgente y también cierta confianza en que la independencia de la América española sería apoyada por los norteamericanos. No fue así.

Sin embargo, los insurgentes no desistieron en su espera por recibir apoyo de Estados Unidos. Hidalgo y Allende habían mandado embajadores hacia el norte en busca de apoyo. Algunos de los comisionados fueron detenidos antes de alcanzar su destino.

Otros llegaron, pero no obtuvieron respuesta satisfactoria. Quizás confiaban en que los estadounidenses estarían interesados en el surgimiento de una nación vecina independiente para realizar tratos comerciales más libres. Pero como esto no mostraba ser motivo suficiente para merecer apoyo y reconocimiento, los líderes del movimiento de independencia tuvieron que dirigir su atención a la ambición expansionista del vecino del norte.

No era un secreto que Estados Unidos veía con ansias los territorios sureños. Ya había conseguido comprar la Louisiana y no tenía reparo en disimular sus intenciones de anexarse Texas. Por ello Morelos estaba dispuesto a ceder la provincia de Texas a cambio de ayuda.

Las intenciones del líder insurgente no pasaron de ser intenciones, pero este ánimo no cesó a lo largo de los años de guerra.

Estados Unidos no brindó apoyo directo ni oficial. Prefirió no enemistarse con España que, dicho sea de paso, había apoyado las 13 colonias en su lucha contra la corona inglesa.

El reconocimiento estadounidense de México como nación independiente llegaría en 1822. Entonces la presidencia del país del norte era ocupada por James Monroe. Sí, el defensor de “América para los americanos”. Tan sólo un par de décadas después, serían los norteamericanos la nueva amenaza a la soberanía nacional.

Sapere aude! ¡Atrévete a saber!

@hzagal

Profesor de la Facultad de Filosofía en la Universidad Panamericana