Martha Hilda González Calderón

Muchas de nuestras pesadillas podrían encontrar fuentes de inspiración al revisar las señales que algunos pueblos dejaron para exorcizar las epidemias que los flagelaban. La crónica de Juan de Éfeso, por ejemplo, nos narra la manera en que los habitantes de Amida en Siria, en el siglo V d.C., intentaban ahuyentar la peste, en medio del miedo y la histeria: los habitantes cruzaban las calles cacareando como gallinas o ladrando como perros”. Mientras que los agonizantes se concentraban en las iglesias para morir.

Era la Peste de Justiniano, la primera epidemia que fue documentada y que azotó al Imperio Bizantino, matando solo en Constantinopla a más de 800 mil habitantes y contagiando hasta al mismo Emperador que, por cierto, pudo salvarse.

Ante la rápida saturación de los cementerios, las autoridades empezaron a rellenar las torres de las murallas y cuando ya no hubo cupo, empezaron a lanzar cuerpos por los acantilados, con la esperanza de que el mar los arrastrara lejos. Nunca se imaginaron que la enfermedad pudiera extenderse rápidamente, por las legiones romanas que la diseminaban a su paso.

En la Edad Media, la peste negra fue una de las epidemias más devastadoras que se hayan registrado. Algunos atribuían la enfermedad a distintas causas: la contaminación del aire, los movimientos telúricos, la actividad volcánica –donde se temía que la tierra liberara gases tóxicos– o hasta la posición de los astros.

Pronto fue común observar a los “médicos de la peste” enfundados en sus grandes capas, portando un sombrero y una máscara “con una nariz de 15 centímetros, en forma de pico de ave, llena de perfume y con solo dos agujeros, uno en cada lado de las fosas nasales, pero suficiente para respirar y transportar en el aire que se respiraba el aroma de las hierbas colocadas en la punta del pico”. Médicos que lo mismo prescribían desde brebajes protectores, registraban testamentos y realizaban autopsias. Son numerosos los relatos de terror que se han tejido en torno a estas enigmáticas figuras.

La llegada de los españoles al Nuevo Mundo, también significó la llegada de un enemigo invisible y silencioso que debilitó a los poderosos ejércitos mexicas y a la población indígena originaria: una enfermedad a la que llamaron Hueyzahuatl o “lepra grande”, mejor conocida como la viruela.

Esta enfermedad era conocida en los países musulmanes y, en consecuencia, España también había sufrido sus estragos; sin embargo, la fuerza con que la pestilencia –como se le llamó en la época– azotó a la población indígena, según narra el Códice Florentino, fue el factor que determinó su derrota.

A pesar del dolor que causaron también fue la oportunidad para que la inteligencia de hombres y mujeres se aplicara, para buscar soluciones: Procopio de Cesárea realizó una descripción analítica de la Peste de Justiniano, evitando cualquier alusión religiosa.

En el siglo XVII, Lady Montagu escribió sobre las costumbres de las ancianas en el Imperio Otomano de inocular con pus de viruela a las personas propensas a contraer la enfermedad. Un siglo después, Edward Jenner probaría su eficacia con la vacuna que se basó en estas observaciones.

Fue en el siglo XIX que los bacteriólogos Kitasato Shibasaburo y Alexandre Yersin descubrieron el bacilo responsable de la peste negra y su relación con las pulgas de las ratas negras.

A mitad del siglo XIX, el ingeniero británico Joseph Bazalguette construyó un sistema de drenajes que permitió separar las aguas residuales de aquellas que corrían por el rio Támesis y cuya contaminación había provocado la muerte de más de 10 mil personas por los recurrentes brotes de cólera, durante la época de calor. Terminando con el “gran hedor de Londres”, como se le conocía a esa parte de la ciudad.

También las distintas epidemias que han azotado a la Humanidad, han acelerado cambios profundos. La peste de Justiniano, por ejemplo, aceleró la caída del Imperio Bizantino. La peste negra puso en evidencia creencias irracionales que facilitaron el surgimiento del Renacimiento. En el Nuevo Mundo, la viruela fue componente estratégico para el surgimiento y consolidación de la Nueva España.

Aún estamos en proceso de dimensionar los cambios que traerá la crisis sanitaria que hoy vivimos. Pareciera que hemos llegado a un punto en donde las cosas que parecían imposibles, la pandemia las ha vuelto inevitables: que nos ausentemos de los centros de trabajo para empezar a trabajar a distancia, utilizando plataformas tecnológicas, de manera cotidiana, que han cambiado, drásticamente, nuestras gestiones, es solo la punta del iceberg.

Thierry Meyssan de la Red Voltaire, señala que hoy más que nunca se requieren Estados fuertes que asuman la responsabilidad de protegernos y que puedan hacer valer su autoridad para frenar los contagios. Los gobiernos apelan a la unidad nacional para que se respeten las medidas que reduzcan los riesgos de un rebrote.

Los países navegan entre la esperanza de que pronto se pueda contar con una vacuna efectiva y el escepticismo de que por la urgencia, éstas no hayan pasado por los estrictos protocolos de calidad, y que se conviertan en un paso en falso.

La pandemia ha cimbrado los fundamentos de la libre empresa al obligar a millones de unidades económicas, en todo el mundo, a detener sus actividades al no ser consideradas de primera necesidad.

Los centros de trabajo han sido rápidamente modificados. Las oficinas vacías contrastan con hogares que ahora combinan las actividades laborales con los cuidados familiares.

Las ventajas de vivir cerca de los centros de trabajo se han esfumado para aquellos que están en el esquema de teletrabajo. Un amigo, de origen francés, me comentaba divertido lo que le había pasado a un alto directivo de una empresa farmacéutica: el vehículo Mercedes-Benz que tenía asignado, como parte de sus prestaciones laborales, había sido sustituido por una bicicleta, al disminuir los días que tenía que acudir físicamente a su oficina en Paris y para apoyar las medidas de protección al medio ambiente.

Posiblemente empecemos a observar como los planes de redensificación de los espacios urbanos empiecen a ser anacrónicos ante las medidas de distanciamiento que hoy empiezan a ser tan cotidianas.

Hay quienes apuestan a que el turismo se vuelva más local, por periodos más largos y más amigable con la naturaleza.

La Fundación Friedrich Naumann invitó a estudiantes universitarios, para que hablaran sobre como veían al mundo. Cuestiones como una contaminación creciente y la salud mental de las personas resguardadas, fueron algunas de sus preocupaciones. Fortalecimientos del sistema de salud, redes tecnológicas y de protección al medio ambiente, fueron parte de las oportunidades que observan.

En lo que más coincidieron fueron en las distintas manifestaciones de solidaridad que la pandemia había evidenciado: desde aquellas que dejaban productos de primera necesidad en lugares públicos para que quienes lo necesitaran pudieran tomarlos libremente; otros que, a determinada hora, aplaudían a todos aquellos que arriesgaban sus vidas en el sector salud; hasta ese anciano británico, Capitan Tom, que para su cumpleaños número 100, emprendió una caminata con su andadera alrededor del jardín de su casa para recaudar fondos a favor de las distintas beneficencias en el Reino Unido, reuniendo más de 32 millones de libras esterlinas.

Después de este recorrido sobre el paso devastador de las epidemias, desde la época de Justiniano hasta nuestros días, si algo podemos concluir es la vulnerabilidad del ser humano, aún en pleno siglo XXI; sin embargo, como en los primeros tiempos, existe la voluntad y la solidaridad para cuidarnos y reinventarnos como seres humanos. Esas son las señales del COVID-19.

                                                                                                                                                @Martha_Hilda