Los goles, a diferencia de los besos, son capaces de borrarlo todo. Incluso las tentativas de adulterio o las palabras más duras que se puedan proferir a quien se le juró amor eterno: que ya no se cree en él.

Así se enfrenta Lionel Messi a la que tiende a ser, salvo nuevo giro en esta novela de folletín, su última temporada en el Camp Nou. Sabedor de que de sus botas dependerá hacer que renazca el romance con un proyecto en el que ha perdido toda confianza: “No hay proyecto ni hay nada, se van haciendo malabares y van tapando agujeros”, reza la lápida para ese matrimonio que habrá de seguir en camas separadas mientras se determina la custodia de los niños.

Según sus declaraciones en la entrevista concedida a Goal, Messi se queda porque no le ha quedado de otra, porque el presidente del club no ha cumplido su palabra de dejarlo marcharse gratis, porque no quiere llevar a juicio al equipo de sus amores. Ese último punto suena a palabrería de quien a mitad de divorcio clama, “podría tal y tal y tal… pero mira que tengo valores y no lo haré”. La realidad es que si no ha forzado su huida es porque asimiló que estaba perdido. Contra lo que supuso, sus pretendientes no se iban a arriesgar a inscribirlo y después pagar el traspaso que determinara un tribunal, mismo que podía fijarse en cualquier punto entre cero y 700 millones de euros.

¿Por qué Messi no notificó su voluntad de irse en la fecha estipulada en su contrato para hacerlo gratis, es decir, en junio? Podemos especular que porque en ese preciso instante su principal postulante, el Manchester City, estaba expulsado de las siguientes dos ediciones de la Champions League, lo que imposibilitaba la operación para los dos bandos. Al tiempo, los demás interesados andaban con mucho cuidado en sus gastos y no podían dar indicios de violar el fairplay financiero, consecuencia de la propia sanción al City. Para cuando el castigo fue revertido, la fecha de rompimiento unilateral había caducado. Entonces su equipo legal pretendió esgrimir que, como con todo lo desplazado en el calendario futbolístico a causa de la pandemia, la fecha se movía dos meses… y fue que no.

Josep María Bartomeu no se complicó demasiado. Por un lado, dejó caer que renunciaba si eso derivaba en la permanencia del goleador histórico del club (trampa a un Messi que no soporta que se diga lo que es una realidad en Barcelona como en la selección argentina: que él quita y pone, que él manda como el común de los mayores cracks en deportes de conjunto han mandado: Pelé, Michael Jordan, Maradona, Di Stéfano, el fraudulento Lance Armstrong). Por otro, clavó los ojos en el horizonte barcelonés y repitió que la puerta sólo se abría con 700 millones de euros; y es que el contrato de Messi le permite ser el mejor pagado del planeta mas a cambio de huir dejando en caja tan estrafalaria cantidad.

De súbito, Lionel descubrió el primer rival al que no podía regatear. Hasta la jaula más dorada sigue siendo jaula, imposible escapar. Desde esos barrotes con incrustaciones de diamante y platino empieza su nueva misión: fingir con goles que algo queda de ese amor catalán. A su favor, que los goles, sobre todo los que sólo él es capaz de anotar, pueden mucho más que los besos.

 

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