Héctor Zagal
 

Dr. Héctor Zagal
Profesor Investigador de la Facultad de Filosofía
Universidad Panamericana

Mañana 19 de agosto se celebra el Día mundial de la fotografía. La fecha refiere al 19 de agosto de 1839, cuando el gobierno francés anunció la compra de la patente del daguerrotipo para que pudiera ser utilizado por todo el mundo. Hoy tomarse una fotografía es una trivialidad. Sin necesidad de ser expertos en composición visual ni en el manejo de blancos y sin saber qué diferencia hace el tiempo de apertura del obturador en nuestra imagen, todos podemos tomar una fotografía.

Esta familiaridad con la fotografía y cámaras que caben en la palma de nuestra mano y son más delgadas que una rebanada de pan, es un hito tecnológico fascinante. Pero a mí lo que más me impresiona es el impacto cultural más allá de la cámara misma. Pensemos en el retrato de Isabel I de Inglaterra. No hay uno, sino varios. O en los retratos de los papas o de los virreyes de la Nueva España. Estas pinturas que de ellos se conservan nos permiten echar un vistazo al rostro de un personaje que vivió hace siglos. No sólo conocemos su historia, su modo de dirigir, sino su rostro.

Pero, ¿qué hay del rostro de un campesino o de un herrero? No tenemos una imagen de la primogénita de una familia de panaderos cualquiera o de un frutero en su primer día de trabajo. ¿Por qué? Bueno, porque mandar hacerse un retrato era muy costoso, un lujo inaccesible para el grueso de la población. Y la pintura que no representaba a personajes nobles o adinerados, por lo general se decantaba por representar escenas sacras o de la mitología grecorromana. Pero, ¿qué pasa con la gente cotidiana? ¿Con las escenas del día a día? Quizás uno de los primeros en aventurarse a pintar la cotidianidad sea Velázquez (1599-1660). Pensemos en sus pinturas “Vieja friendo huevos” (1618), “El aguador de Sevilla” (1618) o hasta “El triunfo de Baco” (1629), donde el dios del vino está ambientando una noche de borrachera cualquiera. También están las pinturas de Murillo (1617-1682), como “Niños comiendo uvas y melón” (1646). Y por supuesto algunas imágenes de Goya (1746-1828). La vida cotidiana empieza a ser atractiva, y de ella se muestran eventos tan comunes como las desgracias de la guerra, la hambruna, las detenciones policiales, la vejez.

Ahora, para mediados del siglo XIX, la fotografía había aventajado por mucho al realismo alcanzado en la pintura. Esto abrió paso a que se gestaran movimientos modernos y vanguardistas en el ámbito artístico. Ya no interesaba retratar fielmente la realidad, sino expresar la subjetividad del artista y explotar las posibilidades visuales. Sin embargo, a mí me parece que después de décadas de experimentar con imágenes visuales tan obscuras y distorsionadas como el fauvismo o el surrealismo, hemos vuelto a la cotidianidad, al costumbrismo si se quiere. Piensen en que las redes sociales están llenas de escenas del día a día. Foto del desayuno, comida y cena. Foto de un día en el parque cualquiera, de aburrimiento en el tráfico, de cuando nos lavamos los dientes. En fin, la fotografía de quienes no tenemos aspiraciones artísticas es una fotografía de la rutina.

Hoy la oportunidad de tomar fotografías, cientos de ellas, sin pensar en el costo del rollo ni del revelado, nos da la oportunidad de capturar lo ordinario, de sacarlo del curso normal de la vida cotidiana. Congelar la trivialidad le da un valor trascendente a nuestro día a día. Nuestra existencia no es efímera, podemos tener testimonio de ella, de cada momento. La fotografía ha revolucionado por completo nuestra interacción con el mundo, pero también con nosotros mismos, con nuestra más profunda intimidad.

Celebremos tomándonos una ‘selfie’.
Sapere aude! ¡Atrévete a saber!
@hzagal

Profesor de la Facultad de Filosofía en la Universidad Panamericana