En México la corrupción estaba en todos lados. Se trataba de un comportamiento que, lejos de ser repudiado moralmente, era -en muchas ocasiones- aplaudido. Las personas que cometían estos actos, a diferencia de otros criminales, no tenían el menor pudor, e incluso mostraban orgullo respecto a los negocios que llevaban a cabo sobornando autoridades. Así, en torno a la unión entre el poder político y el poder económico se fueron construyendo los mecanismos a través de los cuales se drenaba al erario mexicano.

 

Esto era tolerado por quienes dirigían el país. Inclusive, un expresidente de México llegó a expresar que la corrupción era “algo cultural”. Esta aceptación dio paso a actos ruines, como aquel en el que el dinero que, en teoría, debía ser destinado para erradicar el hambre fue desviado para que unas pocas personas se enriquecieran. Sin embargo, incluso cuando este tipo de comportamientos fueron la causa de muchos de los males que actualmente aún padece el país, la sociedad mexicana llegó a resignarse, a pensar que eso difícilmente cambiaría.

 

Por ello cuando Andrés Manuel López Obrador inició su administración, teniendo como principales objetivos acabar con la corrupción y la impunidad, muchas fueron las personas que pensaron que todo seguiría igual, que nada se modificaría. Inclusive, cuando en el proceso de campaña AMLO aseguró que, si el Presidente de México no fuera corrupto entonces el resto de las y los funcionarios tampoco lo serían, se desataron críticas sobre la poca probabilidad de que esto se cumpliera. 

 

Pero hoy, a casi dos años de que iniciara el Gobierno de la Cuarta Transformación, la corrupción ya no se entiende como algo cultural; ahora se trata de un comportamiento socialmente no aceptado y, además, la fuerza moral del Presidente ha permeado en todos los niveles de la administración pública. 

 

Este cambio en la concepción sobre el actuar de las y los funcionarios públicos está acompañada de un cambio institucional en el que ahora los actos de corrupción son considerados como delitos graves, y son perseguidos e investigados. Y en este viraje moral y legal se enmarca la denuncia que el día de ayer dio a conocer la Fiscalía General de la República que presentó Emilio “L”, en la que revela cómo una empresa privada realizó sobornos de más de 100 millones de pesos que fueron destinados a la campaña presidencial de 2012, a pagar la asesoría de varias personas extranjeras, así como a la compra de votos legislativos para poder aprobar reformas de ley en dos momentos distintos. 

 

Esta investigación será, sin duda, trascendental para cumplir con el objetivo de acabar con la corrupción en el país. Es una muestra indubitable de la voluntad que existe en la actual administración no solamente por cambiar la concepción moral que se tiene sobre este tipo de actos, sino también por lograr que las instituciones públicas dejen de ser utilizadas para el beneficio de unas cuantas personas, y finalmente funcionen para lo que están diseñadas: trabajar en beneficio del pueblo de México. 

 

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